Decía Disraeli – el arquitecto final del imperio británico – que “un libro puede ser tan importante como una batalla”. Estos renglones no son un libro, pero podrían integrarlo y la Argentina no está en guerra aunque su día a día se le parece.
Doscientos años después de esa alborada de esperanzas, la Argentina sigue cohabitando con la injusticia. Con la inequidad a secas y con la social. Un dato trae escalofríos: el 50% de la población urbana de nuestro país sufre de insuficiencia habitacional. La consecuencia es altos e inalcanzables alquileres, promiscuidad, villas y hasta vivir en la calle. Sobrevivir, en rigor.
Comienzo con la vivienda porque condiciona todo lo restante. Para pensar en agua corriente, servicio cloacal, electricidad, calefacción, piso de material y demás, primero debe existir el hogar. Yendo más allá, la propia existencia de la familia, la formación moral, la posibilidad de estudiar y completar la tarea escolar y otros bienes intangibles se ligan con la casa. La estadística, pues, nos da un reto enorme. En el doble sentido de reto.
Nadie en su quicio confronta sobre la justicia social. Es un anhelo colectivo ultrapartidario y supraideológico. En teoría no se discute. Es un valor incorporado. Empero, no por proclamado y verbalizado, conseguido. Pareciera que avanzamos, pero seguimos detenidos. Peor, cuanto más retórica, más lejos de obtenerla.
Algo nos pasa. Gastamos per cápita igual o más que EE.UU. en administración de Justicia, Programas de Ayuda Social, Salud y otros sectores, pero los servicios son deplorablemente de menor calidad. Decididamente, los resultados son malos.
Una clave se halla en qué porcentual se asigna a la administración de este o aquel programa social y cuánto al plan en sí mismo. Un ejemplo a la mano es el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires: el 80% de su presupuesto es para sostener salarios de sus 135 mil agentes. Con el resto hay que hacer obras o comprar insumos, por caso para equipar a los hospitales y escuelas. ¡Una desproporción que salta a la vista! Nosotros tenemos una burocracia gigantesca, pero prestaciones para pigmeos. Lo elefantiásico es su inoperancia, su infecundidad. Nos tiene acorazados.
No es sólo esta desequilibrada asignación de los recursos lo que conspira contra la justicia social. Padecemos una enfermedad silenciosa que se extiende y se ha vuelto crónica: nos place el desorden. Como dice el tango, “vivimos revolcados” en él. Se nos ha hecho carne eso de que “cualquier taller de fragua parece un mundo que se derrumba”. Hemos sido tomados por la falacia de creer que para construir hay que hacer mucho ruido y emplear bastante violencia.
Vamos por la justicia social en son de guerra y dispuestos a quebrar la resistencia. Es notorio que nos desfasamos y obramos en la segunda década del s.XXI como una centuria atrás. Transpolamos tiempos y pugnas. Equivocamos de contendientes
A fines del XIX y en los inicios del siglo pasado, efectivamente el pensamiento y sobre todo los intereses dominantes eran un antemural para las conquistas y transformaciones sociales. La puja fue dura y tuvo aristas literalmente crueles. Pero la gran batalla se ganó. El señorío nuevo de la justicia social no se controvierte. El asunto es si deviene en realidad después de tanto esfuerzo.
Antaño el enemigo interno eran los grandes propietarios, tanto rurales como urbanos y, esencialmente, los dueños de los grupos semimonopólicos, generalmente de origen foráneo. Era la época de dos clases: la poderosa – minoría ama y señora -y la obrera.
La inmigración y los derechos políticos para todos, incluidas las masas nativas que se hicieron ciudadanas, forjaron otro país. Así nació la bendita clase media, reprochada de cholula, mutante, escasamente vinculada a la tierra y tantísimos otros estigmas, pero que fue, es y será el estandarte esplendoroso de la Argentina soñada.
La clase media es movilidad social y esta migración de estamentos del entramado de la sociedad es la garantía de progreso. Lula se fue aclamado a su casa porque transformó a 30 millones de pobres en clase media. Ese es el mayor éxito en el balance de una gestión. Todo lo demás es cháchara. O populismo o barata demagogia.
Paralelamente, la economía se fue ‘democratizando’ y si bien los grandes grupos o corporaciones subsisten, aquí y en el mundo entero, emergieron las PYMES productivas y de servicios, los profesionales, los oficios y más. En el campo, la propiedad se fue ampliando irrumpiendo los pequeños productores. Cierto es que hay vaivenes inquietantes como los “pools” y los sinsabores de las pequeñas empresas, agobiados por cíclicos obstáculos y sobre todo por la inconcebible falta de crédito. Es paradójico: cada vez más circulante, pero menos préstamos para la actividad económica. Pero la tendencia es a desplegar el protagonismo social en la economía: ya no existe un puñado de oligarcas. Ahora hay millones de actores inasequibles a la abdicación de su vocación emprendedora y de trabajo.
El otro aspecto esencial para el buen camino hacia la justicia social es la ley y el orden. En los tiempos de las luchas políticas ardientes el objetivo era hacer la revolución, esto es una mutuación casi mágica del viejo sistema para alumbrar cambios rápidos. La revolución ansiada era el efecto del régimen retardatario. Este se encastilló, presumiéndose invulnerable, y repelía las reformas. Aquélla lo conmovía cada vez más ansiosa, protestante y virulenta.
Empero, hogaño la revolución se llama cumplir la ley y que rija el orden. Hoy es más revolucionario acordar que seguir peleando. Audaz es quien concuerda, no quien persiste en la brega. Tiene una explicación: en el siglo XIX la ley expresaba las relaciones de predominio socio-económico vigentes. Consecuentemente, se debía combatir a la ley para reformarla. El ejemplo fue la Reforma Universitaria que, de paso digamos, fogoneó formidablemente la emergencia de la clase media.
Con los logros de la lucha política, las leyes se fueron adaptando a la nueva voluntad general. Entonces, ¿qué sentido tiene incumplir o rebelarse contra ley si es la que nos protege y ampara? La ley dejó de ser la enemiga. Y el orden es un gran aliado del llano, que es el que sufre si falta.
Es una flagrante sinrazón que vivamos fuera de la ley, que todos los días la trampeemos, que la acomodemos elásticamente, que liemos contra ella en lugar de cumplirla a rajatabla. Estamos librando una contienda errada. Violamos la ley haciéndole el juego a quienes o no tienen interés en que irgamos en el sur del planeta un gran país o a quienes le conviene el desorden.
Hoy hay que seguir ‘combatiendo al capital’ corrupto, el que proviene de los latrocinios o del lavado, al capital especulativo de la ingeniería financiera que produce burbujas, al que no hesita en contaminar y en traficar ilegalmente. Pero hoy el capital de riesgo es nuestro mejor aliado. Es una bendición inversora para crear trabajo y movilizar la riqueza. Ese capital es socio de la ley y del orden. Es el primero en huir del desorden y de la ilegalidad.
Ergo, la ley y el orden se alistan en las filas del pueblo, el de todas las clases, el que entrelaza la comunidad en el proyecto nacional. Proyecto que nos da autonomía individual y una guía colectiva.
La ley y el orden son progreso seguro. Anclan los capitales genuinos propios y estimulan el arribo de los ajenos. Entre los dos, con el pueblo como actor de primer cartel, cimentan el progreso social.
Con la ley y el orden quedará sepultada la falsa justicia mediante la dádiva. Nadie – salvo el marginado que sí o sí debe ser ayudado porque tiene segado su camino – dependerá de la asistencia. La ley y el orden proveerán el marco general para su desarrollo humano y familiar y el Estado velará para que se preserve el equilibrio social.
Estamos buscando la justicia social mediante piquetes, okupas, transgresiones a la ley, desorden por doquier, bregas políticas de vuelo diminuto. Estamos desencaminados: la justicia social está cada vez más lejos. La ruta correcta tiene las señales ocultadas: ley y orden. Si la encontramos, tendremos futuro.
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