lunes, 31 de enero de 2011

El desconocido Juan Carlos Cobian



El desconocido Juan Carlos Cobian

Por Enrique Cadícamo

Muy poco tiempo después de su licenciamiento conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.

Fue en la suntuosa mansión de antiguos gobelinos, lunas venecianas y valiosos Muranos propiedad de un gentil caballero de cincuenta años, de rostro noble, pálido y liso, como esculpido en el silicato de magnesio con que se hacen las pipas de espuma de mar.

Poseedor de una vasta cultura, cursada en su juventud en el Magdalen College de Oxford, se desempeñaba, en la época que nos ocupa, como Juez de Instrucción en nuestro foro. Por su prudencia al utilizar el Código y la circunspección al interrogar la balanza, se había creado un sólido prestigio de funcionario insobornable y probo.

Nacido bajo techos artesonados y cuna de oro, este aristócrata de rancio abolengo, con muy ponderables dotes de músico talentoso, acostumbraba a reunir, por las noches, en su versallesca mansión, a íntimos amigos del Círculo de Armas –del cual era también socio–; temible jugador de bridge y por el sortilegio de su palabra, un fino causeur.

Tocaba admirablemente el violín, y su cultura musical nutrida de clasicismo lo había facultado con un impecable dominio de técnica que lo ubicaba por su elevada ortodoxia muy por encima de muchos profesionales del arco a quienes invitaba de tanto en tanto a su residencia, dando lugar esto a encantadoras veladas enaltecidas por las voces nobles de su instrumento, uno de los auténticos y escasos Stradivarius existentes en el mundo.

Este aristócrata, crítico de arte y políglota, que hablaba a la perfección inglés, francés e italiano con la misma facilidad que el castellano, era un infatigable lector de escritores europeos clásicos y contemporáneos, a quienes leía en el idioma original y a algunos de los cuales conocía personalmente.

En su juventud, durante su larga permanencia en París, durante la Belle Epoque fueron sus amigos dilectos el actor Sacha Guitry y los escritores Jean Cocteau, Jacinto Benavente, Eça de Queiroz y Anatole France –este último su huésped, en la corta visita que hizo a Buenos Aires–.

También era amigo del violinista Fritz Kreisler, del Príncipe de Gales y de otras eminencias mundiales, cuyas fotografías autografiadas conservaba en lugares visibles de su valiosa y nutrida biblioteca. Allí también se exhibía, en dorada vitrina, como una reliquia, un estandarte de seda bordado con el escudo de armas, emblema familiar de su noble abolengo.

Este caballero, cuya hermosa sencillez le hacía dispensar a sus mucamos el mismo tono cordial que a encumbradas amistades de su rango, era el doctor Jaime Ll.

A su residencia –Ombú 1222, hoy José Evaristo Uriburu– fui invitado aquella noche por mi ya mencionado amigo y pianista dilettante Julio Rossi, muy allegado al dueño de casa. El conocía a la mayoría de las personas reunidas aquella noche, y me fue presentando en diferentes momentos a jóvenes que con el correr de los años se fueron convirtiendo en mis amigos y cuyos nombres recuerdo hoy con afecto: San Román, Vivot, Repeti, Rocha, Bulterini, Ulibarren; algunos de ellos ya desaparecidos.

Pero mi más agradable sorpresa la experimenté cuando vi aparecer a Juan Carlos Cobian, amigo del juez por afinidad artística, como la mayoría de nosotros. Rossi, sabiéndome admirador del pianista, nos presentó. Yo permanecí observándolo con simpatía, sin quitarle los ojos de encima.

Ahora podía verlo de cerca, sin perder detalles personales, ya que siempre lo había visto a distancia cuando íbamos a escucharlo al L’Abbeyé.

Cobian, de veintiséis años, más que el aspecto de un virtuoso del piano tenía el físico y la apariencia de un apuesto deportista. Su atlética complexión, alta estatura, amplios hombros y espaldas, cuello vigoroso, mandíbula fuerte y dominante, nariz mediana y casi recta con un leve vestigio de púgil, le imprimían recio perfil y atrayente personalidad.

Sus orejas, normales, hechas para el diapasón, de pabellones ligeramente aplanados hasta las cuencas, por efecto de la violenta práctica del boxeo, bien arrimadas a la redondez perfecta de su cráneo poblado de abundante cabello castaño oscuro, peinado pulcramente a la gomina con una impecable raya al costado que parecía trazada con un tiralíneas, su espaciosa frente, su rostro surcado por borradas huellas de una viruela en su infancia, ojos chicos, casi negros y animados siempre por una punzante luz interior, risa fácil, espontánea y ruidosa, hacían de este varonil personaje lo que los yanquis suelen llamar un galán rough (recio).

Vestía con elegancia y acostumbraba a usar cuellos de plancha muy altos y almidonados. Era un caballero de la noche muy agradable. A poco de estar conversando con él nos hicimos amigos.

Eran pasadas las dos de la madrugada cuando alguien le recordó que ya era hora de que se sentara al piano. Cobian aceptó gustoso y luego de beber un largo trago de whisky se dirigió a un magnífico piano de cola Götrian Steinway y todos le pedimos que nos hiciera escuchar su último tango, “Shusheta”, editado recientemente por Breyer.

Improvisó unos instantes una imprecisa melodía hasta encontrar la nota azul. Aquello no procedía de las tonalidades chopinianas; era el canto natural de su piano pulsado por el timbre de su mano. Se diría que tenía en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia.

Luego de aquellas fugaces creaciones hizo correr rápidamente el dedo de un extremo a otro del teclado como para ahuyentar esos fragmentos de melodía que había improvisado.

Inmediatamente nos hizo escuchar “Shusheta”, “Almita herida”, su insólito tango “El gaucho”, “A pan y agua”, “La silueta” y por último “Pico de Oro” editado poco después por Breyer, y dedicado a nuestro anfitrión, el doctor Ll. en homenaje a las sutiles distinciones jurídicas, nudos de su lógica y alta elocuencia.

En tales circunstancias conocí personalmente a Juan Carlos Cobian.

Enrique Delfino se desvincula del Cuarteto de Maestros, integrado por Fresedo, Tito Roccatagliata y Agesilao Ferrazzano, que por espacio de varios meses estuvieron unidos con permanente éxito.

Cobian, recién licenciado de la conscripción, es invitado por Fresedo para reemplazar a Delfino, y valido de sus vinculaciones con gente de la élite comienza a actuar en embajadas y residencias del Barrio Norte.

Nuestro pianista, después de su larga relache en el cuartel, volvía ahora a su elemento comenzando a ganar dinero y relaciones.

Aquella tarde de verano de 1922 Osvaldo Fresedo con su sexteto, integrado ahora por Cobian, Alberto Rodríguez (bandoneón), Tito Roccatagliata, Roberto Zerrillo (violines) y Enrique Thompson (contrabajo), sale en tren para Mar del Plata, a inaugurar la temporada del Ocean Club y del Club Mar del Plata; el primero de ellos ubicado sobre la antigua rambla de madera en el ángulo donde actualmente se halla la Confitería París, y el segundo a pocos pasos del Hotel Bristol, en las calles Buenos Aires y Luro.

A pesar de que se trataba de un “tren rápido” y de que nuestros jóvenes se lo pasaron entretenidos en el coche restaurante, aquellas ocho horas de viaje se les hacían interminables, pareciéndoles que aquel convoy se arrastraba con lentitud de oruga sobre aquellos 400 kilómetros tendidos en la vía férrea. Los ventiladores, las ventanillas abiertas y bebidas heladas, no eran suficientes para combatir el sofocante calor que abatía a los pocos turistas que viajaban. El largo flanco de los vagones se veía implacablemente castigado por aquella verdadera borrasca de sol que le daba de plano.

Cuando el tren arribó a la estación de Mar del Plata, en aquel entonces en pleno centro y en la calle San Martín, todavía el sol postmeridiano enviaba sus últimos reflejos.

La tarde que debutaron en el Ocean Club resultó una encantadora reunión social concurrida por familias y jóvenes que habían interrumpido, podríamos decir, sus conversaciones y flirts en Buenos Aires para reanudarlas ahora en Mar del Plata. En una de aquellas magníficas veladas Osvaldo Fresedo estrenó su tango “Sollozos” y Cobian “Mi refugio”, ambos recientemente compuestos y que luego de estrenarlos se convirtieron en el hit de aquella lejana temporada.

Cobian, hombre de la noche, jamás gustó de la vida de playa. Se regulaba por ciertos reflejos astronómicos que lo hacían acostar con el sol y levantarse con las estrellas.

Antes de iniciar sus tareas en el Club Mar del Plata, que iban de 10 de la noche a 3 de la madrugada, desde el escabel del grill trataba de procurarse alguna aventura con las tantas mujeres bonitas y a la moda que concurrían al elegante local.

Las admiradoras de su piano terminaban siéndolo también de su simpatía personal.

El joven pianista, ataviado de elegante smoking, con su abundante pelo negro y lacio, peinado siempre pulcramente a la gomina y esa pose sin estudio con el vaso de whisky en una mano y su eterno cigarrillo en la otra, tenía el aire de los jóvenes artistas perdidos en mala compañía y eso era justamente el detalle sugestivo que agradaba de entrada a las mujeres, las que no cesaban de pedirle que ejecutara sus tangos y con ellos demostrarle la admiración por su arte.

Finalizada aquella brillante temporada marplatense, regresan a Buenos Aires, donde Osvaldo Fresedo lo lleva a grabar con él al sello Victor, una serie de tangos, entre los que subyugó por su alta inspiración el titulado “Snobismo”.

Volvía a entrarle dinero en sus bolsillos, que se le disipaba en sus manos apenas lo recibía.

Fresedo, admirador de Cobian, conociendo su capacidad artística, lo lleva a inaugurar un local lujoso que se hallaba en los subsuelos de la Galería Güemes: el Abdulla Club. El sexteto estaba integrado por los mismos músicos con los que había actuado en Mar del Plata, con excepción de Zerrillo, suplantado eficazmente por Manlio Francia. Aquella noche del debut fue casi una privé, magnífica fiesta social a la que concurrió un nutrido grupo representativo del gran mundo porteño compuesto por damas y caballeros de la élite.

Ahí se estrenan sus tangos titulados “Mujer”, “La silueta” y “Biscuit”. El primero de ellos dedicado a Dorita A., distinguida dama de rango social con la que mantenía un impetuoso romance. Su predilección por estas amistades de abolengo le había hecho pensar muchas veces “si no habría también algún aristócrata en su familia”.

Ahora arrendaba un departamento en la calle Lavalle, junto al cine Paramount, en el que no faltaba su piano de cola. Julio De Caro era uno de sus más asiduos visitantes.

Aparte de los verdaderos claros que iba abriendo en el ambiente en encumbradas damas ligeramente otoñales, que se sentían atraídas por el pianista de moda, bajando algunos peldaños en la escala social, mantenía relaciones con Concepción A., una cupletista española quince años mayor que él, que actuaba en salas de “varieté” y cuya fama era un débil resplandor artístico que no llegaba a la gloria.

A pesar de esto, su holgada situación económica le permitía vivir una vida de artista digna y decorosa, en compañía de sus dos jóvenes hijas, una de las cuales, Conchita V., que había heredado las dotes artísticas de la madre, era una discreta bailarina y cantante internacional. Su otra hija, la mayor, Pepita, era también bailarina, casada con un joven de nuestro ambiente artístico, Roberto R., con el que al correr de los años y de sus múltiples tareas de actor, músico, periodista y cineasta, nos fue uniendo hasta la fecha una fraternal amistad.

Estas cuatro personas unidas por afectuosos lazos familiares vivían en un confortable departamento en Lavalle al 1100, que Cobian frecuentaba, recibido con manifiesto cariño.

Aunque la cupletista era mayor que él y carecía, a pesar de su gran simpatía, de esa belleza que siempre buscó como adorno el hedonismo del pianista, éste, declarado admirador del arte y el encanto otoñal de ella, retribuía a su manera, sin extremarlas, aquellas demostraciones de afecto. Durante siglos, desde Platón a Kant los hombres se han preguntado qué es lo bello.

Concepción A., enamorada pero también algo desilusionada de la conducta irregular de aquél, un día resolvió firmemente, por amor propio, poner término a aquellos amores que tan sólo le proporcionaban desavenencias, celos y muy contadas veces alegría. Entonces, para poner distancia entre ambos, proyectó un imprevisto viaje a los Estados Unidos a fin de serenar su corazón y tentar suerte con su arte y con el de su hija, en los teatros de habla hispana de New York; era la fórmula dolorosa pero segura para romper los crueles lazos sentimentales que la amarraban al mundano pianista.

A fines de noviembre de aquel año, Fresedo finalizaba su actuación en el Abdulla, marchándose a Mar del Plata para inaugurar una temporada veraniega.

Cobian, que había comenzado a sentir su importancia profesional y barajaba el deseo de ser también director de orquesta, permaneció en Buenos Aires, y con su inseparable Tito Roccatagliata y Luis Petrucelli formó un brillante trío, con el que pudo fácilmente debutar en pleno verano en la sala del Casino Pigall.

Al poco tiempo, cuando se aproximaron los bailes de Carnaval abandonó aquellas tareas para amenizar con sus dos músicos las selectas veladas del Club Atlético San Isidro.

La cupletista se hallaba en vísperas de partir a Nueva York. Sentía un doloroso desmembramiento al separarse de su amante, y el día de su partida, con lágrimas de arrepentimiento y a punto de renunciar al viaje que iba a emprender, le rogó al músico que tan pronto como pudiera se embarcara para Nueva York, donde ella lo esperaría, segura de que en aquel país, con su habilidad de maestro, no le iban a faltar oportunidades de trabajo.

Casi cuando se iba a levantar la planchada del lujoso trasatlántico americano Western World en el que se embarcaron, llegó el pianista a despedirlas, prometiéndoles, con los abrazos finales, que en un futuro cercano les llevaría la sorpresa de su llegada.

Mario Borgioni, gerente del Abdulla Club y admirador de Cobian, quiso darle una chance a su amigo el pianista, sabiendo que podía ser el candidato artístico más indicado para hacer digno pendant con aquel ostentoso night club.

Lo mandó a llamar a su escritorio, que funcionaba en la trastienda del Abdulla, proponiéndole formar un conjunto para debutar en la temporada que ya se venía encima (1923).

Ese mismo día el compromiso quedó establecido sin necesidad de papeles firmados. En aquel tiempo los compromisos verbales entre artistas y empresarios eran respetados documentos.

De inmediato Cobian forma su propia orquesta, integrada por músicos de jerarquía como lo eran Julio De Caro, Agesilao Ferrazzano, Pedro Maffia, Luis Petrucelli y Humberto Constanzo.

Francisco De Caro, joven y ya excelente pianista en aquel entonces, me contaba hace muy poco tiempo, sonriendo desde su lejano recuerdo, que solía ir a visitarlos al Abdulla y que su amigo Cobian casi siempre lo invitaba cariñosamente a tocar una vuelta, mientras bajaba a saludar en las mesas a su gente amiga, haciendo con este protocolo un poco de relaciones públicas.

En uno de los intervalos, uno de los copropietarios del local que se hallaba rodeado de distinguidas damas y caballeros en la mesa de su palco, don Carlos Alfredo T., lo invitó para brindar con una copa de champán por su espléndido debut y por sus inspirados tangos.

Con aquel exitoso debut, al que había asistido lo más selecto del Buenos Aires nocturno y elegante, Cobian había ascendido verticalmente a la popularidad como pianista, director y compositor genial.

En aquella sala estrenó “Almita herida”, quizá la muestra más pura de su genio.

Ha transcurrido casi medio siglo desde entonces y su melodía permanece inalterable, actualizada, viva, recién hecha, como si su autor la hubiera concebido para futuras generaciones.

Otra pequeña joya, como la mayoría de sus tangos, de una originalidad y una poesía que eran como el sello de su propia alma, es el que tituló “Mario”.

Este tango, dedicado a su amigo Mario Borgioni, tiene una significativa anécdota que me fue referida muchos años después por mi excelente amigo Pancho Lomuto y que es como sigue:

En oportunidad de hallarse en el Abdulla Club mi mencionado amigo y Francisco Canaro, escuchando a Cobian ejecutarlo ante su sexteto de maestros, mientras dejaba caer de tanto en tanto desde su piano algunas hermosas piedras de colores, Canaro, pretendiendo encontrar faltas en la tercera parte del mismo, que es justamente en la que se encuentra un inspirado pasaje resuelto con una lírica lluvia de modulaciones, le dijo a su inseparable amigo Lomuto: “No sé por qué este Cobian escribe estos tangos...”. Lomuto, que era ferviente admirador del pianista, le respondió: “Porque no hay ninguno que los escriba...”.

Esta incomprensión de Canaro en materia de tangos, por todo lo que fuera de buen gusto, demostraba con claridad meridiana la causa por la cual jamás tomó en cuenta la obra de Cobian.

Aquellas brillantes actuaciones en el Abdulla Club fueron el trampolín que lo impulsó justicieramente a dar el gran salto con esa misma orquesta para efectuar una serie de grabaciones del sello Victor, entre las que figuraban “Mala racha”, de su amigo Remo Bolognini, “Mujer”, “Piropos”, “Una droga” y otros inspirados números.

Para darle mayor calidad reforzó la cuerda de su conjunto con violinistas de alta relevancia como lo eran Lorenzo Olivari, Eduardo Armani y los hermanos Bolognini, años después uno de ellos, Remo, primer violín de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Aquellos discos tan pronto salían a la venta eran agotados por el público.

En aquellos años Cobian era el intérprete de oro del tango.

Las sagradas vacas gordas habían llegado felizmente para él. Le entraban grandes sumas de dinero que empleaba para arreglar con muebles y objetos de arte el confort de su departamento, hacerse cortar sus trajes y smoking con los mejores sastres de Buenos Aires, mandarse a confeccionar camisas de seda, comprar en Brighton corbatas importadas, guantes, galeras, bastón y todo aquello que ahora le exigía su vida mundana. Su frivolidad no le hacía escatimar gastos. Invitaba a lujosas amigas a comer en el restaurante Odeón y se codeaba con aristócratas, ya que su fama de artista del tango le abría sin retaceos las puertas residenciales de sus encumbrados admiradores. El tango era ya en la sociedad porteña un personaje bien mirado y recibido con mucha simpatía.

Continuaban llegándole cartas de Nueva York de su amante, por la que continuaba experimentando un grato recuerdo. En ninguna de esas cartas dejó de pedirle la cupletista que se reuniera con ellas en Nueva York. La distancia había hecho más fuerte su cariño y siempre terminaban las cartas rogándole que fuera.

Cobian contestaba, sin abundar en frases cariñosas, pero prometiéndole que algún día no muy lejano embarcaría para aquel país.

Mientras tanto, diversas aventuras galantes giraban en torno del Chopin del tango.

Siempre desplazándose dentro de una nueva tentativa de amor con alguna vedette, o el capricho fugaz con alguna de esas jovencitas de reciente entrega, arrojada a la galantería de la noche, o a la afortunada conquista de una high class, que desde un palco del Abdulla le hacía llegar su tarjeta con dos líneas: “Venga a verme una tarde. Casi siempre estoy sola y adoro sus tangos”.

Las mujeres se prendían en su corazón como los carteles pegados a los muros, pero él era una sombra que pasaba sobre el amor.

En aquel mundo elegante, frívolo y rico, a veces se escapaba a una cervecería o alguna cantina de Carabelas para sentirse rodeado de la cálida atmósfera bohemia que lo había sostenido hasta entonces.

Eran dichosos años de trabajo y prosperidad. Períodos de comodidad material, aunque su imprevisión le hacía imposible conservar la menor suma de reserva.

Como no era un principiante en la bebida, le gustaba beber sin que jamás el alcohol le hiciera perder su compostura de caballero.

No admiraba a Cartago, que prohibía el vino a los dignatarios durante el año que ejercían sus cargos, pero por haber leído que Sócrates se ganó la palma entre los bebedores, simpatizaba con el filósofo ateniense.

Con unas copas y con la música, el pianista recomponía la unidad de su vida ideal.

Vinum et musicam laeficant cor

Por aquello de que la distancia es como el viento que apaga una vela pero agiganta un incendio, el amor de Cobian y el de la cupletista se convirtió en hoguera.

Las cartas que ella enviaba desde el Norte y que él contestaba desde el Sud, dieron como resultado el viaje del pianista a Nueva York.

Cobian, que era el hombre menos informado del mundo, se enteró con desilusión de que en aquel país lo esperaba un fuerte inconveniente: la resistida Ley Seca, implantada en aquel tiempo en los Estados Unidos. Esto era sin duda para su deseado viaje el golpe de gracia.

Sin embargo, pensándolo mucho, llegó a la conclusión de que en aquel país de millones de almas y dólares no podía estar todo a favor de la implacable ley.

Se decidió al fin. Por primera vez en su vida consiguió reunir una estimable suma de dinero, producto de una nutrida serie de grabaciones extras y de sueldo como director del sexteto del Abdulla.

Vendió piano y muebles de su departamento de la calle Lavalle, lo sumó todo al otro dinero y comenzó a preparar maletas, en las que metía su smoking, verdadera arma de trabajo, trajes, corbatas, zapatos y los manuscritos de varios tangos suyos.

Unos cuantos días antes de ausentarse, desintegró su conjunto y dejó en manos de su amigo Julio De Caro el souvenir aún manuscrito en lápiz de su último tango, titulado “Viaje al Norte”, que ya había grabado con su orquesta.

En ese tiempo el Abdulla cambió de nombre y comenzó a llamarse Florida Dancing, lo mismo que el Royal Pigall, al que ya se había denominado Tabaris.

Cobian ya tenía en sus bolsillos un pasaje en el lujoso transatlántico norteamericano Southern Cross en first class y cuarenta mil pesos argentinos convertidos en dólares. Una pequeña fortuna para un bohemio.

En aquel entonces los barcos zarpaban muy temprano. A las 8 de la mañana –-hora intempestiva para la mayoría de los músicos, enemigos de los madrugones– muy pocos eran los que habían concurrido a la dársena para despedirlo. Tan sólo fueron tres de sus tantos amigos, los que habían preferido no acostarse esa noche para acompañarlo hasta las 8 horas que salía el barco. Estos eran Julio De Caro, Luis Petrucelli y Pedro Maffia, quienes luego de fraternales abrazos lo vieron subir a la planchada.

Confundidos en la dársena, entre la gente que despedía a los otros viajeros, los tres amigos luego de enviarle los últimos saludos agitando sus sombreros se marcharon sin esperar la lenta salida del transatlántico.

Media hora después, cuando el navío con fuertes pitadas ordenaba a los remolcadores que lo fueran sacando del muelle, Cobian permanecía algo sentimental, fumando apoyado en la baranda del deck.

Contemplaba aquel Buenos Aires que pronto quedaría atrás, en la línea indecisa del horizonte pero escarbando siempre en su corazón.

Un sol de invierno que lo envolvía todo con su torbellino de luz antemeridiana, filtrándose entre la fulígene de las chimeneas humeantes de los barcos, lo despedía aquella mañana de julio de 1923.

De Gardel a Dempsey

Parece mentira que Enrique Cadícamo no llegara a cumplir los cien años. Le faltaban pocos días cuando murió y se quedó sin esa medalla, casi como un Reutemann sin nafta. En cualquier caso, debe de ser su única hazaña incompleta porque, en su larga vida, cumplió mil y un sueños: escribió letras de tangos que estrenó Gardel, compuso músicas bajo el sombrero de Rosendo Luna, hizo cine, conformó con Juan Carlos Cobian una dupla compositiva exquisita (“Los mareados”, “Nostalgias”) y hasta publicó varios libros de memorias, dos de ellos en especial: uno que cuenta el debut de Carlos Gardel en París desde una doble condición de protagonista y testigo; otro que retrata a su querido Cobian e incluye varias escenas imborrables, como el histórico combate entre Firpo y Jack Dempsey, presenciado desde el borde del ring.

Tuve la suerte de conocer a Cadícamo y de poder charlar con él. Le gustaba polemizar, provocar al interlocutor. Le gustaba “ir a la pelea de fondo”; o sea, al fondo del asunto.

Cadícamo, desde luego, podría no haber escrito libros e igualmente habría pasado a la historia por versos como “hoy vas a entrar en mi pasado”, “muñeca brava bien cotizada”, “nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí” o el proverbial “vuelvo cansado a la casita de mis viejos”. Sin embargo, Cobian, ese desconocido es un libro apasionante. A menudo me pregunto si algún director de cine tendrá los reflejos de hacer algo con él.

Se cumple un año de la muerte de Tomás Eloy Martinez


"Si cuidás el
lenguaje, la ética viene en consonancia, porque la responsabilidad empieza por la herramienta que manejás". En esa frase, Tomás Eloy Martínez resumió lo elemental del ejercicio periodístico.

Con una vida sesgada por persecuciones, el periodista que supo convertirse en escritor al relatar “de un modo infiel, como sucede con todos los relatos” su obra póstuma, “Santa Evita”, un relato ficcional que busca unificar las dos imágenes antagónicas de Eva Duarte, murió producto de una “larga enfermedad”, eufemismo que abraza o recubre de misterio la fuerza que logró lo que el gobierno de facto buscó al momento de incluirlo las conocidas listas negras: su muerte.

Fue amenazado por la Triple A y, mientras tomaba un café con amigos, fueron alertados de que la Policía llegaría en cualquier momento. Lo buscaban a él. El mismo que se había animado a relatar los sucesos de Trelew –asesinato de 16 miembros de organizaciones armadas peronistas y de izquierda en 1972- desde la portada de la revista Panorama.

Llegaron. Murmullos. Una entrada violenta y un escudo humano que logró ayudarlo a escapar. En la calle, ajetreado por la aventura, el por entonces director del suplemento cultural del diario La Opinión decidió exiliarse en Caracas. Se subió a un taxi y con sus bolsillos vacíos, se dirigió al aeropuerto. Más tarde lo acompañarían su esposa y sus dos hijos.

“Casi toda la historia del país no se ha cerrado. No se ha cerrado el duelo entre civilización y barbarie; la visión del otro representado por los marginales, por los inmigrantes; el duelo entre los que se fueron al exilio y los que se quedaron. Se abren continuamente heridas que no se preveían. Una herida que creo se ha abierto artificialmente es la que deriva de la línea divisora entre los crímenes de lesa humanidad y los crímenes horrendos que prescriben”, explicó en una entrevista concedida al diario La Gaceta en el marco del lanzamiento de “Purgatorio”, la novela en la que relata un exilio en tiempos de botas.

Ya en Venezuela, el periodista que contaba con cartas de recomendación de personajes como Gabriel García Márquez, editó el diario El Nacional y, tiempo más tarde, fundó junto a Rodolfo Terragno, Edgardo Silverkasten y Dolores Valle El Diario de Caracas. Allí, ofició de jefe de redacción hasta 1979.

Sus idas y vueltas lo llevaron a crear un nuevo diario, Siglo XXI, en México y a lideral el suplemento Primer Plano de Página 12. En materia académica, Eloy Martínez dirigió durante muchos años el programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University y asesoró la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por su amigo García Márquez.

MANUEL SUCHER


Los Sucher, familia de clase media acomodada y cierto refinamiento, vinieron de Odessa en 1901. Bernardo Mendel, tercero de cuatro hermanos, nació en Rosario el 31 de enero de 1913, y pronto se convirtió en Manuel o Manolo. Su madre, Berta Schupper, se vanagloriaba de su título ruso de bachiller, nada frecuente entonces para una mujer. Era además hija de una obstetra, que inmigró con ellos y siguió ejerciendo su profesión en la Argentina. Pero David Sucher, su yerno, sólo era un comerciante próspero.

A los quince años, con pantalones largos prestados, Manolo se escapaba al oscurecer por el balcón para acompañar en piano las películas mudas en un cine de la calle Córdoba, en Rosario. Aunque estudiaba violín y parecía destinado a concertista de ese instrumento, había aprendido piano viendo tocar en la sala a sus hermanas María y Rosa.

En 1930 formó un conjunto con el bandoneonista Félix Lipesker. Cuando partió furtivamente hacia Buenos Aires en 1932 dejó su carta de despedida en el estuche vacío del violín, porque a éste lo había empeñado para costearse la aventura. Su hermana María (o Mary, como le decían) ya vivía en la capital desde 1929 y lo alojó en su casa.

De Rosario venía como pianista acompañante de Fanny Loy, bailarina que había resuelto convertirse en cancionista y logró actuar en radio Belgrano. Sucher se integró luego a la orquesta del bandoneonista y gran compositor Anselmo Aieta, que actuaba en el teatro Nacional, y más tarde a la del violinista Antonio Arcieri, llamada Los Matreros. También intervino a mediados de los '40 en la orquesta de "La Mujer Tango", Ebe Bedrune. Paulatinamente se dedicó a secundar cantantes, como fue el caso de la consagrada Carmen del Moral. Se le llegó a reconocer una especial habilidad en ese complicado oficio.

Fue por este prestigio que Ricardo Tanturi le encargó en 1943 la selección de un cantor para suceder al independizado Alberto Castillo. La elección final fue entre Armando Laborde, que grabó en acetato "Margarita Gauthier", y Enrique Campos, que registró de igual forma "Percal". Es sabido que Tanturi prefirió a Campos y no tuvo que arrepentirse. El último intento orquestal de Sucher fue el rubro que formó con el cantor Mario Landi. Ese mismo conjunto acompañó en 1948 a Horacio Deval. Pero el talante desordenado de Manolo sufría bajo la disciplina obligada del músico de orquesta.

Sucher se había iniciado como compositor con "Como el hornero", cuya letra surgió de la inspiración de un peluquero uruguayo, José Rótulo. Ese tango quedó grabado por Ángel D'Agostino con Ángel Vargas y por Pedro Laurenz con Alberto Podestá. En 1946 escribió "En carne propia", probablemente el mejor de sus tangos, con el letrista Carlos Bahr, llevado al disco por Aníbal Troilo con Alberto Marino y por María de la Fuente. el mismo binomio había concebido en 1944 "Nada más que un corazón", grabado por Osvaldo Pugliese con Roberto Chanel y por Troilo con Marino. También escribieron "Seis días", grabado en 1945 por Fiorentino con Astor Piazzolla y por Miguel Caló con la voz de Raúl Iriarte.

Del resto de su producción pueden rescatarse "Dónde estás" y "Noche de locura", también con Bahr, tango éste que aportó lo suyo a la enfatización sensual de los primeros años '50, permitiendo versiones tan valiosas como la de Charlo o la de Ángel Vargas, además de la de Miguel Caló con Alberto Podestá en 1954. Con "Prohibido", pese a su escaso valor musical y a la pobre letra de Bahr, logró fabricarse un éxito, lo que también sucedió, aunque en menor medida, con "Precio".

La inclinación comercial se afianzó con "Muriéndome de amor", entre otros tangos por el estilo, que en realidad contribuyeron al eclipse del género. En la misma línea se inscribió "Qué me importa tu pasado", con insufrible letra de Roberto Giménez y que Sucher firmó con el seudónimo Retama. Con Tita Merello escribió "Decime, Dios, dónde estás". Con Zelmar Gueñol, "Señor de la amargura", dedicado a Discepolín.

Sucher era un "autor de oficio", de ésos que andaban por los cafés a la búsqueda de los cantores, a cuya mesa se sentaban para susurrarles: «Tengo un tango que es justo para vos», y ahí mismo se lo cantaban y le daban la pieza. Después interesaban al director de la orquesta. Rara vez escribió tangos instrumentales, pero una valiosa excepción es "Para el recuerdo (A Fiore)", grabado por Carlos Figari en 1959.

Manolo era, como cuadra, muy devoto de su madre. Quería que todo el mundo la conociera, y así desfilaron por la casa de ella desde Hugo del Carril a Alejandro Romay, pasando por Ranko Fujisawa. Por halagarla había incluso cumplido durante años con el complejo rito de la filacteria. Pero lo que más le gustaba era la noche, la diversión, la vida mundana. Vestía con cuidada elegancia y lucía relojes y anillos. Su carácter enérgico no le ahorró encontrones, como aquel altercado que protagonizó con Juan D'Arienzo en el ringside mismo del Luna Park.

En su departamento de la calle Güemes 3778 se reunía a cenar todo un grupo de amigos. Había derribado una pared para agrandar la cocina y poder acogerlos a todos. La heladera se la regalaron, pero en el lugar de la marca habían puesto "Prohibido", como una advertencia contra sus excesos. El nombre de ese tango también figura en la lápida de su tumba en el cementerio judío de La Tablada. Pero toda barrera a su búsqueda del placer resultaba, inútil: el 5 de abril de 1971, cuando contaba 58 años, murió a consecuencia de un infarto, sufrido tras una comida abundante y una escaramuza sexual. Amante consumado, soltero inclaudicable, logró convertir su velorio en una interminable peregrinación de mujeres.

Extraído del libro "Tango judío. Del ghetto a la milonga", Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1998.

Ricardo Bochini, el ídolo de Maradona


El arte, la gambeta y el bronce siempre tuvieron un origen común: la tierra. Aquella de la que surge la veta del preciado mineral, la que forma también el irregular potrero en el que las piedras sin nombre sustantivan la genialidad del regate anónimo de la pobreza, la gambeta. Y tres conceptos a priori tan independientes pueden amalgamar de tal forma que de ellos surja la destreza y el talento del artista, el nacimiento de las formas que moldean la historia, la pose y la personalidad de un futbolista genial que debe ser recordado por y para siempre.

Su nombre Ricardo Enrique Bochini y su estela de recuerdo el gol, el pase, la gambeta,.el diez y la roja de Independiente de Avellaneda.

Y aunque para ser recordado solo baste una de sus acciones para elaborar una crónica legendaria, creo merecidísimo el perfil de bronce que se creó en honor de un tipo de su grandeza y singularidad.

Una estatua de dos metros y 200 kilos para recordar a 1,60 metros de talento que convertían en realidad las palabras que lanzó al aire en el 91, el periodista Daniel Galoto que tiraba la primera piedra en la desaparecida Sólo Fútbol y dos hinchas, el Gitano Alfredo Zarza (hoy radicado en Italia) y el Gallego Fernández.

Un sueño cumplido gracias al trabajo del presidente de la peña marplatense, Carlos Baino, quien retomó el proyecto y a la creatividad del artista cordobés Carlos Benavidez, que le dio forma.

La imagen eterna del 13 veces campeón con el Rojo, de aquellos 714 partidos y 108 goles que hipnotizaron a la hinchada de la Doble Visera. Una obra que en su presentación cuentan quebró los ánimos del Bocha catorce años después de su retirada de los terrenos de juego. El momento mágico en el que volvió a sentir la ovación de la doce y adoptó actitud gambeta para desparramar rivales por los suelos.

Mágica composición de bronce de estilo perfeccionista y único expuesta en la sede de Independiente en Avellaneda, en la que quedó inmortalizada para siempre la legendaria figura del diez que creó la mística de Independiente y cambió para siempre la historia del club convirtiédolo en Rey de Copas.

La historia del enganche de leyenda, de sus legendarias paredes con Daniel Bertoni, Diecinueve años de triunfos pero sobre todo diecinueve años de maestría, magia, ‘olés’ y fútbol.

El sentir y la voz de la hinchada de Independiente para un futbolista habilidoso, cerebral, goleador, elegante e irrepetible.

“No se llama Maradona,

no es Alonso ni Pelé. Es el maestro Bochini, el mejor número 10″

Una historia que comenzó un 25 de enero del 54 en Villa Angus, en el barrio de Zárate…

miércoles, 26 de enero de 2011

Vida de Atahualpa Yupanqui: El nido y las ramas


El nido y las ramas





"EL PRIMER deber del hombre es definirse; ubicarse como testigo de un viejo pleito entre la mentira y la verdad". Con esa autoimposición vivió Atahualpa Yupanqui hasta que en una noche de mayo de 1992 murió mansamente en la ciudad de Nimes, al sur de Francia. Había nacido 84 años antes, muy lejos de allí y con otro nombre, distinto al que después popularizara su talento.
Héctor Roberto Chavero nació el 31 de enero de 1908 en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Allí, en ese mundo criollo de principios de siglo, vivió una niñez moldeada en la tradición familiar y, junto a las peonadas de las estancias, empezó a descubrir simultáneamente la dignidad y las carencias de los trabajos.
"Soy hijo de criollo y vasca; llevo en mi sangre el silencio del mestizo y la tenacidad del vasco", dijo en una oportunidad recordando su origen. Su padre, un paisano de sangre quechua, recorrió los rincones de la Argentina con su trabajo en el Ferrocarril. Viajaba con su mujer, sus tres hijos y dos baúles repletos de libros. Entre ellos, perdido entre tantas novelas, figuraba un libro de Federico Nietzsche que, con el tiempo, marcaría a fuego a Atahualpa. Tenía trece años y leyó una frase que nunca más olvidaría: "Los acontecimientos más grandes no son los más ruidosos, sino nuestras horas más silenciosas".

También a los trece años decide cambiar su nombre para siempre. "Había empezado a escribir una monografía sobre los doce incas. Y, en esa época, comencé a firmar ingenuos versos. Como era tímido e introvertido los firmaba con el seudónimo de Atahualpa Yupanqui. Son los dos nombres de los dos últimos grandes caciques indios que existían a la llegada de los conquistadores". Pero, sin proponérselo, el significado de la palabra Yupanqui ofició casi como un presagio: "Has de contar, narrarás", es lo que este vocablo quiere decir en la lengua amauta.

LA GUITARRA. Unos años antes, en uno de los tantos viajes, la familia se mudó a Taif Viejo, un pueblo de la provincia de Tucumán. Allí, un cura vasco llamado Ricardo Rosaenz enseñó a Yupanqui las primeras nociones de violín. Pero las lecciones duraron hasta que el maestro sorprendió a su alumno tocando una vidalita... A partir de ahí, con la familia Chavero instalada en la ciudad de Junín, Atahualpa empezó a recorrer todos los días a caballo los 14 kilómetros que lo separaban de la casa de su maestro de guitarra, Bautista Almirón, un criollo parco que le enseñó poner las manos sobre el instrumento, "la actitud física de ahuecarse uno para que entre la guitarra ".
En la serie de viajes que la familia hacía siguiendo los destinos que le asignaban a don Chavero, a Atahualpa comenzaron a llamarle la atención "las diferentes maneras de hablar, de vivir y de hacer, de construir la vida y las muy variadas palabras que tienen las diferentes regiones".
Aquellos viajes dejaron profundas huellas en la piel de Yupanqui. Toda su obra posterior estuvo dirigida a interpretar la música del sur, del norte andino y del litoral argentino. De Tucumán lo sedujeron sus zambas; de Santiago del Estero las chacareras y vidalas; de La Rioja amó sus chayas y sus vidalas dolorosas; de Córdoba lo atrajo la picardía de sus gatos.
La ductilidad fue su característica. Supo desempeñarse como director de un diario de pueblo en el que ofició también de redactor y corrector, trabajó en una escribanía y fue minero tres meses hasta el día que, con un amigo, decidieron buscar tesoros ocultos en el norte argentino.
En aquellas soledades se topó con un "escuchado", que -siguiendo la tradición indígena del manejo de los silencios- es una suerte de sabio criollo. "El escuchado -dijo Yupanqui alguna vez- es el hombre que tiene muchos silencios, que se maneja con doscientas ideas y veinte palabras. No habla mas por día. Tiene espacios de silencio infinitos, cargados de cosas. Son los profetas, y como el "escuchado " tiene prestigio, se atienden sus sobrias pero profundas palabras".

CIUDAD GRINGA. Atahualpa siempre privilegió el silencio al ruido, y tal vez por eso Buenos Aires nunca le cayó demasiado bien. Llegó a la gran ciudad por primera vez en el invierno de 1923. En su condición de aprendiz de periodista, un colega del diario "Crítica" le abrió el camino para debutar ante los porteños. "Llegué a Buenos Aires justo cuando la gran pelea Firpo-Dempsey. "Crítica" organizaba la velada para escuchar la transmisión a través de altoparlantes. Entre un round y otro, como tardaba en venir la información, había como cuarenta minutos en los que -con otros cantores- teníamos que cantar"
Al tiempo volvió a Junín guardando en sus retinas la imagen de aquella ciudad que no comprendía: "¿Por qué aquellos viejos cabarets de Buenos Aires o del suburbio eran tan aburridos y tan tristes? No había en todo el mundo salones más brumosos ni llenos de esa inmovilidad patética que los que había allí. Los hombres ponían cara de tango, fumaban en silencio su tabaco, se movían con una solemnidad de velorio y sólo quien estaba mamao armaba algún barullo grosero. Los cabarets eran la introducción de "La Cumparsita", tenían un tono menor, melancólico. Eran las salas donde aquellos hombres solos, muchos de ellos inmigrantes, desarraigados, arrimaban hasta allí su soledad".
En 1927 Yupanqui viaja desde Tucumán a Buenos Aires a enfrentar el desafío de la gran urbe. Fracasa. En estos días tucumanos y al haber escuchado su música, un hombre, allegado a algunos amigos suyos, le había aconsejado viajar para probar suerte. Tiempo después, Atahualpa recordó ese momento en unos versos:


"Pa qué lo habré escuchao
Si era la voz de mandinga!
Buenos Aires, ciudad gringa
me tuvo muy apretao
Tuitos se me hacían a un lao
como cu... erpo a la jeringa
"

Decidido a huir del ruido de Buenos Aires, se refugió en los paisajes del norte argentino. El impacto de aquellas andanzas por la provincia de Jujuy perduraría para siempre en el espíritu poético de Yupanqui. El silencio y la cultura indígena marcaron profundamente no sólo sus canciones sino también sus libros.

EXILIO EN URUGUAY. Tras participar en una rebelión frustrada en apoyo al entonces presidente derrocado, Hipólito Yrigoyen, huyó al Uruguay como exiliado en el otoño de 1932. Al igual que Buenos Aires, Montevideo le pareció una ciudad que tenía demasiados prejuicios como para detenerse a escuchar el canto de un paisano que cuenta cosas humildes de su tierra. En "El canto del viento" escribió: "Escucho a jóvenes cantores de hermosa voz y simpática apariencia que andan por ahí, entonando cantares de Brasil, de Argentina, de México, de Chile. No está mal, pero está mal. Es que no se han hecho amigos del Viento. Es que no se han aprendido la gran lección de los desvelados... Y son uruguayos. Y aman a su tierra. Pero la urgencia de vivir les va acortando la vida. Y han de pasar por la tierra, sin haberla traducido".
Sin embargo, poco después, en camino al sur de Brasil, se encuentra con el "otro Uruguay", el del interior, tan semejante a su propia pampa natal. En ese interior deambulan guitarreros y poetas como Romildo Risso, los Herrera, los de Vianna.
Tiempo después, Yupanqui recordó su pasaje por los pequeños pueblos del Uruguay y su emoción por el encuentro con "ese imponderable Juan Pablo, el anónimo, el payador de viejas estancias, el trovero sin suerte de los Pueblos de Ratas, el narrador de cuentos que endulza los eneros en Aiguá, el cantor de los anchos caminos entre Rocha y Lascano, el florido juglar de Valle Edén".
Durante su paso por el Uruguay se convirtió en un profundo admirador de Artigas. "Siempre admiré una frase que me hubiera gustado que fuera nacida de este lado, pero nació enfrente, en el Uruguay. Es algo que una vez dijo Artigas: 'Con libertad, no ofendo ni temo'... todos los discursos de Artigas tenían la inspiración de un paisano, por eso no me extraña esa hermosa frase".
Hacia 1934, dictada la amnistía para los radicales que luchaban contra el régimen conservador, Atahualpa cruzó el río Uruguay y retomó a su patria instalándose un tiempo en Rosario.
La coyuntura política logra que ese primer exilio uruguayo no sea el último. Luego de ser duramente torturado, en 1948 vuelve a Montevideo y sigue viaje hacia París. "En tiempos de Perón estuve varios años sin poder trabajar en la Argentina... Me acusaban de todo, hasta del crimen de la semana que viene. Desde esa olvidable época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Una vez más pusieron sobre mi mano una máquina de escribir y luego se sentaban arriba, otros saltaban. Buscaban deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo. Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el Si menor que me cuesta hacerlos. Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan"
Nunca cultivó el rencor. Con el tiempo, muchas veces le fue recordado el episodio, pero Atahualpa siempre le restó importancia: "Los rencores ensombrecen el alma. Yo prefiero no mirar nunca hacia atrás y seguir trabajando en silencio. Intento no obstaculizar caminos, no poner sombras en los caminos de los estudiantes de la vida".

PARÍS LO ADOPTA. A principios de 1950, en la casa de Paúl Eluard, Edith Piaf lo escuchó tocar la guitarra y lo invitó a compartir un recital. "Ella, en esa época, estaba en su mejor momento y llenó París de carteles con una publicidad muy original que decía: 'Edith Piaf cantará para usted y para Yupanqui'. Fue un gesto maravilloso de su parte. Ella estaba en la cima de su carrera y quería compartir conmigo un espectáculo. Conmigo, que era un negrito que se escondía detrás de su guitarra".
Casi cuarenta años después, en 1989, con muchas idas y venidas, la ciudad luz y Atahualpa ya se tuteaban, había un mutuo entendimiento. En 1989, cuando se celebró el Bicentenario de la Revolución Francesa, hacía unos años que Atahualpa había sido nombrado 'Caballero de las Artes y de las Letras de Francia'. Entonces, desde el Ministerio de Cultura le encargaron una cantata para tan trascendental fecha. A la cantata la tituló 'La sagrada palabra' y allí decía:
"Nosotros, los del cabello lacio y el rostro de bronce, los hijos de la pampa y la montaña, decimos gracias Francia, por señalar un día el camino de la libertad".
Su poesía, de alguna manera, permitió a la gente arriesgar cuál era su verdadera ideología. Su silencio, en cambio, jamás permitió dar por seguro nada. Sin embargo, en alguna oportunidad, Yupanqui aseveró no haber leído a Marx, lo cual varios intelectuales daban por un hecho. Lo que no muchos saben es que poco tiempo militó -luego de dejar el Radicalismo Yrigoyenista- en el Partido Comunista.
En lo religioso toda su vida buscó al Dios del que le hablaba su madre y prefirió al Jesús de Nazareth, simplemente pastor. "No sí si soy creyente; cuando le preguntaron eso mismo a mi padre, él respondía, en broma, que era 'dudante'. En lo que hace a mí, no me considero religioso. Tengo por ahí escondido algún sarampión místico que, repentinamente, me inquieta".
Depuesto el peronismo en 1955, la persecución a Yupanqui persistió. Al régimen militar entrante le irritaban los versos de testimonio social inspirados en Atahualpa. Por ese entonces, la terrible época lo encontró muchas veces recluido en su casa de Cerro Colorado, al norte de la provincia de Córdoba.
Al pie de esa casa, "su casa", pasaba un río al que Yupanqui describió detalladamente en la canción "Tú que puedes, vuélvete". "El agua que siempre vuelve, que siempre corre", así hablaba del rio y a ese río, como a otros, los consideraba como una de las máximas expresiones de libertad. Justamente en tiempos en que esa palabra escaseaba en el cotidiano hablar de los argentinos.
Dadas las condiciones políticas que imperaban en la Argentina, decidió a partir del 67 afincarse nuevamente en París, junto a Nenette, su compañera franco-canadiense.
Daniel Viglietti, quien lo conoció en el exilio, recordó en una ocasión esos días de Yupanqui en París: "Vivía en un pequeño apartamento en el Barrio Catorce. Recuerdo que con Nenette se cuidaban entrañablemente el uno al otro. Fui testigo de la dedicación de Don Ata cuando Nenette estuvo enferma, internada en un hospital parisino. Y recuerdo otras veces a Nenette dándole advertencias, previsoras y tiernas: 'Tata, cuidado con la sal...'" (Nenette colaboró además en la composición de algunos de los temas más conocidos de Yupanqui y firmaba con el seudónimo Pablo del Cerro).
También en París se hizo amigo de Pablo Neruda y musicalizó un poema de Julio Cortázar, "El árbol, el río, el hombre". "Coincidimos en esos pequeños poemas donde él desnuda su humildad universal. No cuando él se siente domador de las distancias y las palabras", recordó Yupanqui refiriéndose a su relación con Cortázar.
La obra de don Atahualpa sería imposible de enumerar sin olvidos imperdonables, porque hay mucho más que "Luna tucumana", "Camino del indio", "La olvidada", "Los ejes de mi carreta" o 'Tierra querida". Tampoco su producción literaria se agota en El Canto del Viento o El payador perseguido.
Fue, como tantos compatriotas suyos, más reconocido en el exterior que en su propio país. Muy pocos argentinos saben que sus trabajos forman parte de los libros de texto de primaria y secundaria en Francia, o que en 1985 fue premiado en Alemania Federal como el autor del mejor disco grabado por un artista extranjero. "Por algo en Argentina a mime dijeron hace tiempo que soy un cantor de cosas olvidadas. No es lo importante que se sepa de mí. Lo fundamental es continuar con el aporte a la cultura nativa desde el punto de vista tradicionalista, criollista y folklórico. No es importante que se sepa, es importante que se haga", dijo alguna vez.
Toda la obra de Yupanqui tiene una bella profundidad. Testimonió lo social, pero nunca apeló al panfleto. "Si la pena mía es la pena de mucha gente, si el tajo que yo recibo es el de muchos, entonces ya empieza a interesar a los demás. La consecuencia de mi trabajo es reflejar la realidad de los hombres, la pobreza no la inventé yo... pero a veces le canto", explicó.
Su infinita humildad le hizo rechazar la invitación para tocar en 1988 en el homenaje que, por sus 80 años, se le tributó en el Teatro Colón: 'No puedo tocar en el mismo lugar donde tocó Andrés Segovia, y menos con mis manos así afectadas por la artrosis".
Llevó su arte a los lugares más recónditos del planeta. "Soy feliz, yendo por el mundo, resido donde anida la música, la poesía. Me gusta mucho el Japón por el respeto que esa gente tiene por las diversas ramas de la cultura. También toqué alguna vidala por los desiertos del mundo, como Israel o el Neguev, y fue -verdaderamente- una sensación movilizante. Pero en cualquier lugar del mundo siempre me estremecí ante el silencio, ese silencio total que nunca pude agregar a mi música".
Una noche en Nimes, a 800 kilómetros de París, había sido programada una presentación de Yupanqui, junto al bandoneonista Rubén Juárez, en un recital titulado La nuit de L'Amerique. El pequeño cine convertido en teatro-pub vivía un clima de fiesta hasta que Atahualpa decidió irse de la sala, apoyado en su viejo bastón de madera. "Quiero respirar aire puro", se le escuchó decir. Mientras el negro Juárez hacía sonar su bandoneón, don Ata recorrió a pie las pocas cuadras que lo separaban del hotel. Allí, en su habitación, se quedó dormido para siempre.
Poco antes había dejado expuesto un deseo: "Cuando muere un poeta, no deberían enterrarlo bajo una cruz, sino que deberían plantar un árbol encima de sus restos. Así lo pienso yo, por cuanto, con el tiempo, ese árbol tendrá ramas y un nido y en él nacerán pájaros. De ese modo, el silencio del poeta, se volverá golondrina".

lunes, 24 de enero de 2011

Osvaldo Pugliese


Osvaldo Pedro Pugliese (2 de diciembre de 1905 - 25 de julio de 1995) fue un pianista, director y compositor argentino dedicado al Tango. Nació el 2 de diciembre de 1905 en el barrio porteño de Villa Crespo (Ciudad de Buenos Aires, Argentina), en el seno de una familia de músicos, aunque no tan talentosos como él. Su padre, Adolfo Pugliese, tocaba la flauta en los conjuntos de barrio, esencialmente en cuartetos. Dos de sus hermanos mayores, Vicente Salvador y Alberto Roque, también eran músicos.
Adolfo, su padre, lo ayudó a hacer sus primeros "palotes" en la música, le compró un violín con el que fue enviado al Conservatorio Odeón del barrio de Villa Crespo. Pero en este lugar encontró el instrumento que sería parte de su vida y el que lo destacaría por encima de muchos: el piano.
Estudió con grandes maestros como Vicente Scaramuzza y Pedro Rubione, con los cuales se convirtió en un extraordinario pianista.
A los quince años ya integraba un trío junto al bandoneonista Domingo Faillac y el violinista Alfredo Ferrito, con los que debutó ante el público en un bar de barrio (en Argentina denominados genéricamente: cafés) llamado Café de la Chancha, nombre que le otorgaran los parroquianos en alusión a la poca higiene de su dueño y del lugar.
Tiempo después pudo llegar a la Gran Ciudad, Buenos Aires, donde debutó integrando un conjunto que tenía, como particularidad, a la primera mujer bandoneonista del país: Francisca Cruz Bernardo. Más conocida como "Paquita", "La Flor de Villa Crespo", era la directora de aquella orquesta típica. Y quien comprendió el afán monetario de Osvaldo Pugliese y aceptó su alejamiento en aras de un mejor porvenir económico.
Más tarde y ya con mucha más experiencia y soltura formó parte del cuarteto de Enrique Pollet (1924), y luego de la orquesta de otro famoso de su tiempo, Roberto Firpo. Ya en 1926, era el pianista de la orquesta del gran bandoneonista Pedro Maffia, continuado con su ascenso en el mundo del tango y tomando cada día más y más prestigio.
Pero el sueño de Osvaldo Pugliese era tener su propia orquesta. Fue así que se desvinculó de la de Pedro Maffia, en 1929, junto con el violinista Elvino Vardaro para formar su propio conjunto. Ambos tocaron por primera vez en el café Nacional con gran repercusión, lo que los empujó a hacer una gira por todo el país. Si embargo, la gira fue un fracaso económico y debieron empeñar parte de sus instrumentos para conseguir los pasajes de regreso a su ciudad. A su retorno integró la orquesta de Alfredo Gobbi, y más tarde acompañó a Roberto Firpo y Miguel Caló.
Pero Pugliese nunca abandonó su sueño y fue así que en 1936 creó un sexteto junto a Alfredo Calabró, Juan Abelardo Fernández y Marcos Madrigal (bandoneones), Rolando Curzel y Juan Pedro Potenza (violines), Aniceto Rossi (contrabajo), del cual era su director. Debutaron en la famosa Avenida Corrientes, en el Germinal. Este fue el punto de partida de su orquesta. La misma fue presentada en el café El Nacional el 11 de agosto de 1939, orquesta que, aunque con los lógicos recambios, lo acompañaría durante 55 años. Durante todo ese tiempo, Don Osvaldo más de 150 temas, algunos muy famosos como Recuerdos, La Beba, Negracha, Malandraca y su himno La yumba. Además grabó más de 600 temas de otros autores.

Pero no era tan sólo un gran pianista, también era un ciudadano comprometido con la sociedad. En 1935 impulsó el Sindicato Argentino de Músicos del que fue el afiliado número 5. Inició, entonces, una lucha "... donde el trabajo sea una dignidad personal y no un castigo". En 1936 se afilió al joven Partido Comunista Argentino (108 era su número de afiliación). Esto y sus ideas provocaron que fuera perseguido, censurado y encarcelado durante el gobierno de Juan Domingo Perón y luego durante el gobierno de facto conocido como la autodenominada Revolución Libertadora. Pero durante el tiempo que duraron sus penurias, su orquesta no dejó de tocar, aunque huérfana de su director.
Recibió innumerables distinciones. El gobierno de Cuba le otorgó la medalla Alejo Carpentier, la más importante distinción cultural de la isla; el gobierno francés lo nombró Commandeur de L'Ordre des Arts et Letters (1988). En tanto su ciudad, la Ciudad de Buenos Aires, en 1986 lo declara Ciudadano Ilustre. Y en 1989, SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) y la Asociación de Coleccionistas de Tango, descubrió una placa en la Avenida Corrientes (al 960) en conmemoración de los 50 años del maestro frente a su orquesta. En 1990, recibió el título de Académico Honorario de la Academia Nacional del Tango.

Por su orquesta pasaron cantores de la talla de Roberto Chanel, Alberto Morán, Jorge Vidal, Jorge Maciel, Miguel Montero, Alfredo Belusi, Adrián Guida y Abel Córdoba; este último cantó durante 30 años en la orquesta del maestro Pugliese.
Tal era la talla artística de este hombre que en 1985 logra lo que nadie hasta entonces: el 26 de diciembre de ese año, para festejar su cumpleaños número 80, su orquesta tocaría en el conocidísimo Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires, lugar reservado casi exclusivamente para la música y lírica clásicas. Obviamente el teatro estaba repleto de público viendo al maestro interpretar obras de sus, por entonces, 46 años ininterrumpidos de actividad.
Finalmente, el 25 de julio de 1995 y después de una breve enfermedad, falleció a los 89 años de edad en la ciudad de Buenos Aires, su ciudad. Sus restos fueron velados en el Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires y luego llevados hacia el cementerio de la Chacarita por la emblemática avenida Corrientes a contramano del tránsito. Allí descansan, en un imponente mausoleo construido con el aporte de amantes del tango de muchos países del mundo a partir del trabajo de una Comisión de Amigos y de la perseverancia y el empuje de su viuda y compañera de vida Lydia Elman. Para gozo de aquellos que lo admiraron, su estirpe sigue viva en otra gran pianista: Beba Pugliese, su hija y en Carla Pugliese, su nieta, también pianista y gran innovadora del tango.
En el año 2005 se cumplió el primer centenario de su nacimiento.
Recibió el Premio Konex en tres ocasiones: en 1985 por Director de Orquesta típica (Platino), en 1995 una mención especial y en 2005 un premio de honor.

HUGO MARCEL UN GRAN CANTOR Y MEJOR TIPO



Hugo Marcel figura cómodamente entre los cinco mejores intérpretes de la actualidad. Su color vocal, su garra, su dramatismo, su fraseo y su potencia, que sabe frenar cuando el tema lo requiere, son características de su estilo tan personal. Nació en el barrio de Villa Luro y no tuvo que esperar mucho para presentarse en el campo profesional. En el año 1957, contando solamente con catorce años de edad, ingresó en la orquesta de Leopoldo Federico como "niño precoz".
Un año más tarde, por iniciativa de Alejandro Romay, flamante propietario de Radio Libertad, Federico formó un rubro artístico con la exquisita Elsa Rivas y el temperamental Roberto Rufino. A la citada agrupación se agregó la juvenil voz de Gregorio Cárpena, debutando todos por la emisora citada y presentándose en el ya mitológico café Richmond de la calle Suipacha. Gregorio no era otro que Hugo Marcel, quien se puso el nombre artístico de Hugo Marcelino.
Siempre como vocalista en esa orquesta y en un programa especial transmitido por Radio Belgrano, recibió el padrinazgo artístico de Azucena Maizani y Alberto Marino. ¡Casi nada, hermano! A fines de 1958, la agrupación "Rufino-Rivas-Federico", se disolvió. Roberto Rufino y Elsa Rivas siguieron cada uno sus respectivas carreras como solistas y Leopoldo Federico continuó al frente de la Orquesta Estable de Radio Belgrano.
La disolución del conjunto no "fue drama" para Hugo, ya que Miguel Caló, director de gran olfato para los cantores, lo convocó para incorporarlo a su orquesta. No estuvo mucho tiempo en esa agrupación, aunque se presentó por Radio Belgrano, en clubes de barrio y salas de baile. En esa etapa con Caló no llegó a grabar.
El año 1959 marcó un hito fundamental en su carrera artística, fue requerido por el maestro Osvaldo Fresedo como vocalista de su orquesta, en la que ya actuaba el cantor Carlos Barrios. Por consejo de su padre y de Fresedo, dejó de llamarse Hugo Marcelino para pasar a ser, definitivamente, Hugo Marcel.
Estrenando su nuevo nombre se presentó como cantor de Fresedo a los 15 años de edad. Un excelente momento para "El Pibe de la Paternal", ya que su presencia era solicitada por importantes clubes: Comunicaciones, Náutico de Olivos, Regatas, Lugano Tennis Club y otros. También amenizó los bailes de la confitería Nino, de Vicente López y las elegantes veladas danzantes del Plaza Hotel y del Alvear Palace Hotel.
En 1960, la Orquesta de Osvaldo Fresedo se presentó en los recordados bailes de carnaval del estadio Luna Park. En esa oportunidad lo hizo con las voces de Blanca Mooney, Carlos Barrios, Roberto Ray y Hugo Marcel. Con su orquesta y los mismos cantantes, el autor de "El once" realizó una exitosa gira por Montevideo y el interior del Uruguay.
El 12 de enero de 1959, Marcel grabó por primera vez. Fue, lógicamente, en la orquesta de Fresedo. Los tangos seleccionados para esa oportunidad fueron "Que lejos de mi Buenos Aires", "Después del carnaval", este último había sido un suceso varios años atrás con la voz de Ricardo Ruiz. La orquesta, con Marcel y Barrios, se presentó en varias oportunidades por Canal 7 y fue figura en los famosos "Sábados Circulares" de Nicolás Mancera, por Canal 13.
Meses después de haberse casado -en setiembre de 1961 con Dolores Martha Barros, "Lolita"- se desvinculó de Fresedo. Su plaza de cantor fue ocupada por Roberto Bayot. Al llegar 1962, cuando las fuentes de trabajo para los intérpretes de tango habían mermado enormemente por diversas razones que no vienen al caso comentar, Hugo se vio obligado a tomar otros rumbos dentro de la canción popular. Como varios cultores del tango -Raúl Lavié y Horacio Casares, entre otros- se dedicó al género melódico. Para un buen cantor de tangos, interpretar ese tipo de música no tiene ninguna clase de problemas. Al contrario enriquece la obra. Por eso se consagró como cantante internacional, para ello buscó el acompañamiento de grandes directores: Lucio Milena, Waldo de los Ríos, Oscar Toscano, Buby Lavechia y Horacio Malvicino. Pero por suerte, no tardó mucho en regresar al tango, el amor de toda su vida.
En 1964, fue llamado por el maestro Mariano Mores para cantar en su Orquesta Lírica Popular junto a la querida y recordada Susy Leiva. Con Mores tuvo la oportunidad de realizar importantes giras por el interior del país y presentarse en grandes producciones de televisión. En ese momento tuvo la oportunidad de actuar con Tita Merello y Hugo del Carril. En 1964, grabó varios temas con la orquesta de Mores. El primer registro es el del 23 de julio y el último del 5 de octubre. Entre esas grabaciones destacamos "Viejo Buenos Aires" y "Tan sólo un loco amor".
Ese mismo año, debido a las ofertas que se le hicieron de todos los medios, no tuvo más remedio que abandonar la orquesta de Mores, fue cuando el gran compositor incorporó como cantor a su hijo Nito, lamentablemente fallecido en plena juventud. Entre 1969 y 1974, su carrera se repartió entre el repertorio melódico y el tango. Pero el tango tira, y en el 74 comenzó a presentarse con el acompañamiento de Roberto Pansera.
En 1975, siendo la autoridad máxima de la Asociación Argentina de Artistas de Variedades, Hugo hizo que la entidad auspiciara un programa de televisión para que, junto a las grandes figuras, se presentaran cantantes, conjuntos vocales o instrumentales a fin de promocionarlos.
La mayoría de ellos, luego continuó una importante carrera en el país y en el exterior. El programa se tituló "Variedades concert", siendo su director musical Quique Lanóo; sus conductores: Nelly Trenti, Rubén Horacio Bayón y Jorge Ruanova y el que escribe, su libretista.
Su retorno al disco se produjo en 1977, compartiendo el rubro vocal con su hermano Eduardo. En la primera oportunidad con el acompañamiento de Atilio Stampone y luego con el cuarteto de Carlos Galván.
Para todo artista salir a actuar a otras partes del mundo es como la meta del triunfo. No es fácil hacerlo si no se cuenta con una solvencia artística y una personalidad definida. Hugo cuenta con las dos condiciones, y más. Desde 1969, con motivo de realizarse el Festival Latinoamericano en Nueva York hasta la actualidad, se presentó exitosamente en Chile, Perú, Ecuador, Paraguay, Colombia, Venezuela y México.
En 1970, actuó en los Estados Unidos durante seis meses. En el país del norte realizó giras por las más importantes ciudades acompañado por la actriz y bailarina Beba Bidart.
En 1986, fue llamado por el maestro Osvaldo Requena para actuar junto a la "Orquesta Juan de Dios Filiberto", reorganizada a solicitud de la Subsecretaría de Cultura del Ministerio de Educación. En esa instancia se presentaron, con buena respuesta por parte del público, en el Teatro Nacional Cervantes, en el Palacio del Congreso y en otros centros culturales. Paralelamente a ello y hasta 1989, siguió presentándose como solista. Al año siguiente realizó una serie de actuaciones en el teatro Presidente Alvear junto al mundialmente famoso Sexteto Mayor.
Este cantor con mayúsculas, que comenzó como profesional a los 14 años de edad, a pesar de su brillante trayectoria, es un hombre dedicado por completo a su familia. Es común encontrar al "clan Marcel", integrado por su esposa Lolita, su suegra María Inés García de Barros y su hijo Christian, almorzando sencillamente en restaurantes de barrio, lejos del ambiente de la llamada "farándula".
Como último dato importante, quiero resaltar que su mujer es hija de don Antonio Barros, famoso hombre del espectáculo durante las décadas del 50, 60 y 70. Antonio fue una pieza fundamental en la carrera de Hugo Marcel. Todos recordamos aquellas audiciones para la juventud tituladas "Una ventana al éxito", de la cual surgieron importantes conjuntos y voces modernas.

RICARDO TANTURI

Aunque nunca descolló por sus dotes musicales, Tanturi logró conducir durante varias décadas una orquesta de renombre, que pasó su éxito en la enorme atracción de algunos de los cantores con que contó. Por esa misma razón, las versiones instrumentales de su limitada orquesta son escasas y poco recordadas. Sin embargo, su fama resiste el paso del tiempo, y en los últimos años, con el resurgimiento del tango como danza, las grabaciones de Tanturi son tal vez las más requeridas por los bailarines. Además, algunos de sus registros se han convertido en clásicos absolutos. Ricardo Tanturi nació en Buenos Aires de padres italianos, en el barrio de Barracas, uno de los más pobres y vitales de la ciudad, limitado por el Riachuelo, otrora surcado por incontables barcazas, y hoy contaminado y maloliente. Su primer instrumento fue el violín, que estudió con Francisco Alessio, tío del célebre bandoneonista y director Enrique Alessio. Su hermano Antonio Tanturi, pianista y codirector de la Orquesta Típica Tanturi-Petrone, lo indujo a dejar el violín por el piano y fue su maestro. En 1924 comenzó Ricardo su carrera artística, sentado al teclado en clubs, festivales benéficos y, junto con su hermano, en LOY Radio Nacional (luego llamada Belgrano), nada de lo cual le impidió estudiar Medicina y recibirse con muy buenas calificaciones. En la universidad formó conjuntos estudiantiles. Allí conoció al actor Juan Carlos Thorry, quien luego sería su primer cantor, y a muchos de los músicos que conformarían su orquesta. En 1933 formó un sexteto para actuar en cines y teatros. Lo bautizó "Los Indios", en homenaje a un equipo de polo. Esa misma sería la denominación de todas sus formaciones posteriores. Tanturi solía utilizar como presentación el tango así llamado, "Los indios", de Francisco Canaro, pero curiosamente nunca lo grabó.
Orquesta R. Tanturi
Orquesta Ricardo Tanturi
Se inició en el disco en 1937, con una histórica placa del sello Odeon que contiene el tango "Tierrita", de Agustín Bardi, en versión instrumental, y "A la luz del candil", música del talentoso Carlos Vicente Geroni Flores, y truculenta letra de Julio Navarrine, cantado por Carlos Ortega. Pero Tanturi da el gran salto en 1939, cuando incorpora a Alberto Castillo, que se convertiría en un imán para el público. Castillo, de afinación perfecta, magistral en el uso de los matices y la media voz, seducía con todos los recursos posibles: su impactante gestualidad, su engominada elegancia varonil, su título de médico ginecólogo (obtenido en 1942) y ese estilo por momentos confidencial, por momentos desenfadado que convertía cada tango en un espectáculo. En los 37 temas que dejó grabados Castillo antes de dejar a Tanturi en 1943, la orquesta le cede el protagonismo, como también haría con el elegido para sucederlo, el uruguayo Enrique Campos. Este compartía con Castillo el interés puesto en la comunicación con el público. Campos no intentaba ningún lucimiento vocal. Cantaba con displicencia, sin exaltarse, con la sencillez de las cosas humildes. Detrás de él, la orquesta sonaba afiatada, precisa y discreta, con una simple perfección. Esto convierte a los 51 temas que registró el binomio Tanturi-Campos en uno de los tesoros del género. La orquesta no conocería ya momentos de tanto esplendor, aunque alcanzó notable nivel con Osvaldo Ribó a partir de 1946. Roberto Videla para la misma época, y posteriormente Juan Carlos Godoy y Elsa Rivas, entre otros, consiguieron revitalizar ocasionalmente la popularidad de Tanturi. Este compuso los tangos "Amigos presente", "A otra cosa, che, pebeta" y "Pocas palabras" con letra de Enrique Cadícamo; "Sollozo de bandoneón" con Enrique Dizeo, y "Ese sos vos" con Francisco García Jiménez, entre otros.