martes, 21 de febrero de 2012

LA ACTRIZ MURIO AYER, A LOS 97 AÑOS Lydia Lamaison, una vida consagrada a la actuación


La actriz Lydia Guastavino Lamaison, de extensa trayectoria en el teatro, el cine y la televisión argentina, falleció en la mañana de ayer a los 97 años.
La artista --quien estuvo casada con Oscar Soldatti-- estaba internada en la Fundación Hemocentro de Buenos Aires, tras ser operada por una obstrucción intestinal.
Lamaison, quien mantuvo un rol constante en un género popular como la telenovela, donde acompañó entre otras figuras a Andrea del Boca, no fue velada y su familia solicitó que el dinero que se iba a utilizar para ofrendas florales sean donados a la Casa del Teatro.
Lo más reconocible de la actriz, además de su enorme talento, eran sus ojos absolutamente cristalinos, capaces de transmitir estados que iban de la ternura a la fiereza mayor, reforzados por una voz de inflexiones primorosas.
"Falleció Lydia Lamaison, gran actriz y mujer ejemplar", escribió el ministro de Cultura porteño, Hernán Lombardi en la red social Twitter, donde agregó que la artista "fue extraordinaria y de fuertes convicciones".
Marta Bianchi, colega y amiga de Lamaison, expresó que la suya "fue una lección de vida permanente" y la definió como una actriz inteligente, dúctil y con mucho sentido del humor.
Mascota infantil en el Club Billiken, maestra Normal, avanzada estudiante de guitarra, Lydia abandonó Filosofía y Letras en segundo año para ingresar al elenco independiente Juan B. Justo, dando inicio a una carrera en la que no tuvo maestros formales.
Nacida el 5 de agosto de 1914 en la ciudad de Mendoza, su primer paso en el teatro se registró en la compañía de Blanca Podestá y debutó en Cándida, de Georges Bernard Shaw, a mediados de la década de 1930.
En cine, le confiaron papeles en Alas de mi patria , de Carlos Borcosque, donde trabajó con Enrique Muiño, Delia Garcés y Malisa Zini, filme que inició una seguidilla de 25 títulos, incluidos La hora de las sorpresas, de Daniel Tinayre; La fiaca y Pasajeros de una pesadilla, ambas de Fernando Ayala.
En 1940, Lydia Lamaison fue elegida revelación femenina por su labor en Madame Curie.
Con Leopoldo Torre Nilsson, también brilló en La caída y en Fin de fiesta , pero su personificación de Doña Natividad, en Un guapo del 900 (1960), representó uno de los puntos más altos de su trayectoria. Fue premiada y dejó una imagen hierática difícil de olvidar.
También fue distinguida por sus labores en Fin de fiesta y Un guapo del 900 , y como la mejor actriz de reparto por su labor en Voy a hablar de la esperanza.
En 2003 escribió Qué es el erotismo, un espectáculo unipersonal que ella misma ofreció.
A mediados de 2004 estrenó, en el Teatro Regina, El libro de Ruth , de Mario Diament, obra dirigida por Santiago Doria y en la que, al frente de un numeroso elenco, ofreció una lección de comprensión de su personaje, una anciana judía que atravesaba muchas décadas.
Lamaison sobresalió en televisión con personajes de telenovela como el de Cora, en Celeste siempre Celeste (1993), y la abuela de la protagonista en Zingara (1995), junto a Andrea del Boca.
Entre 1998 y 1999 participó en Muñeca brava , telenovela emitida por Telefé, cuya pareja protagónica estuvo compuesta por Facundo Arana y Natalia Oreiro.
También integró el elenco de Jesús, el heredero , telenovela en la cual trabajó junto a Joaquín Furriel y Malena Solda.
Durante su carrera teatral participó en obras como Perdidos en Yonkers, Los físicos, Doña disparate y Bambuco, Ollantay, Biógrafo, Pasajeras, entre otras.
Recibió numerosos reconocimientos y premios, ya que fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 1997 y en diciembre de 2005 Daniel Scioli, entonces vicepresidente, le brindó un homenaje en el Salón Azul de la Cámara de Senadores.

"Notable Argentina"
En 2001, Lydia Lamaison recibió el premio de Platino de la Fundación Konex a la actriz de Televisión y, simultáneamente, el diploma al Mérito en la misma categoría.
Por su parte, en 1999 fue declarada formalmente como una de las "Notables Argentinas", y recibió más, por caso el Santa Clara de Asís, ACE, María Guerrero, Estrella de Mar y Florencio Sánchez.

miércoles, 15 de febrero de 2012

SEGÚN LA LEY de Hadrian Bagration


Hace veintiocho años tuvo lugar la escena que voy a referir. Mi padre, un hombre todavía joven, se ocupaba de la silenciosa administración de un fumadero de opio en la séptima cuadra de la calle Colón. Eran las cinco de una tarde borrosa y pocos clientes; una turba mínima se adentró en la oficina en la que mi padre guardaba los dineros. Unos cuantos disparos bastaron. Mi padre murió sin alzar la cabeza; de las parcas ganancias que rodeaban su cadáver, nadie tocó una moneda. En los periódicos la noticia no mereció más que unos pocos párrafos. Fue en medio de esa brevedad que mi madre y yo, que hasta entonces habíamos poseído el hábito del dispendio módico, nos derrumbamos en la pobreza.

Mi madre pasó de la desesperación a la inacción y desde allí a la resignación y a la mansedumbre. Vendimos cuanto pudimos; de la casa que alquilábamos en un barrio de orden como lo es el del Banco nos entregamos a una pieza en un caserío del Bajo. Todos los domingos, cuando acompañaba a mi madre a vender telas en la feria de la calle Chavango, veía la angosta puerta del lugar en donde habían matado a mi padre. Una vez corrí hasta el umbral y rocé el metal con las manos; la sombra del rostro de un hombre aindiado y bajo se asomó. Esa fue la única imagen que logré arrancar al sitio en donde mi padre amanecía, en mis sueños, envuelto en una muerte a balazos.

Es poco lo que recuerdo de los días en los que mi madre cedió al alivio de la prostitución. Quizás un comprador de géneros alabó su belleza un tanto gastada, o tal vez (lo cual es más probable), mi madre se exhibió con algo de fingido pudor, para convencer al solicitante de que la conquista era premio a su esfuerzo de varón. Todas las tardes mi madre se encerraba con algún hombre rústico al que no le faltaba cierta timidez; esa característica, a pesar del pequeño número de raudos consortes (que a mis ojos aparecía como una cifra vastísima), jamás variaba. Después aprendería que el hombre que se aviene a una transacción sexual lo hace con una mezcla de ansiedad y de oprobio. Ya se sabía en las calles que la nuestra era una casa mala, pero el costo de ser la canalla era inferior al de la honesta indigencia sazonada con hambre. Para ayudar a mi madre yo me había empleado en un almacén en donde decía ser huérfano.

Tantas tardes habían pasado desde la muerte de mi padre que esa amargura distante empezaba a esfumarse, como si ese episodio habitara en la fábula. Llovía en la ocasión que yo regresaba del almacén cuando otros muchachos me avisaron sin malicia que a mi madre la había llevado la policía. Al principio el desconcierto me hizo deambular por entre las casas sin patio del vecindario hasta que alguien me dijo que la retenían en la cárcel de contraventores. El viaje hasta ese lugar, en esos años apenas adolescentes, se me antojó aparente. Al llegar, me dijeron que ya era tarde y que los detenidos no podían recibir visitas; yo debía volver al otro día. Sin dinero y agotado, pasé la noche en las veredas, oyendo la alborozada jerga nocturna que se derramaba desde las ventanas de las celdas.

Desperté sin sueño junto a una mujer a la que (yo lo sabría más tarde) una bala había arrancado una mano mientras protegía a un hombre al que, con convicción, había jurado pertenecerle. Quizás fuera un par de años mayor que yo; esa mezcla incrédula de fatiga y frescura ya no me sorprende, pero tantos años atrás fue, como en las alquimias, de un relumbre no lejano a aquél con el que nos desconcierta el oro falso. Con su mano buena me emparejó la ropa y me dio unas monedas para que comprase algo para comer. Después me hizo entrar a la cárcel a través de un acceso que sabía manejar bien; allí me bañé en un zaguán en el que de una canilla fluía un magro chorro de agua; ella me vio casi desnudo, pero fingió mirar hacia otro lado. En los pasillos de Devoto supe que la llamaban la Manca.

No habían pasado más de dos horas desde el mediodía cuando un comisario de apellido Benavídez entró a las dependencias de la cárcel como quien se aposenta en su estancia. Una guardia de agentes lo protegía de los ruegos de mil suplicantes que le inquirían por el destino de algún pariente. Alguien le recordaba un favor. La Manca se abrió paso entre el gentío y habló unas palabras con Benavídez. El hombre, grueso y moreno, me llamó. Como a un niño me tomó del brazo y me hizo marchar, junto a él y en medio de las solicitudes sin oír que inundaban las salas, hasta la celda donde mi madre esperaba, sin premura, el simple paso del tiempo. Benavídez me obsequió dinero y dispuso la liberación de mi madre. Mientras ella se deshacía en gratitud, sentí en Benavídez la risueña jactancia de saberse dadivoso y, para tantos elementales seguidores a los que concedía alguna ínfima esplendidez, también único.

Esa noche comimos bajo los consejos de la Manca. Mi madre recibió su primer traje, que a la vez protegía y delataba su labor, y que era presente de Benavídez, y su libreta, que la hacía miembro legítimo de ese extenso círculo de simuladas gimientes. He olvidado los pormenores del negocio y su pretenciosa legitimación ante las autoridades; a mi madre y a mí sólo podía interesarnos la vigencia y la cantidad de los encuentros y la parcial recompensa que nos correspondiera. Un detalle, sí, quisiera consignar: la conciencia, adormilada por la gravedad y la irreversibilidad de los hechos, de saber que mi madre se convertía, en instantes de crepúsculo del día y de crepúsculo de su juventud, en meretriz. La Manca nos dejó tras un saludo fríamente amigable y esa noche mi madre y yo dormimos lo que habrá sido el último sueño de Adán en el Jardín, pero hoy tengo para mí que nuestra caída no se inició con su pertenencia a ese gremio desconsolado sino con el asesinato de mi padre. Por la mañana, temprano como la helada, mi madre marchó a su trabajo.

Por un tiempo, yo retuve el empleo en el almacén. Sería la hora del cierre cuando la Manca cruzó la calle para buscarme; me dijo que la enviaba Benavídez, y que yo, aún joven y torpe, podía ser útil al dueño de mi madre. Al igual que mi vista se había detenido sobre la puerta de hierro tras la cual mi padre había muerto, así rondé con los ojos la entrada del burdel donde ella se entregaría a su quehacer. Benavídez me recibió en el despacho de su comisaría. La Manca nos dejó solos, pero la conversación duró poco: me ofrecía el oficio de aprendiz de rufián. Intuí que su poder era reciente y que necesitaba adeptos; alguien tan frágil como yo no podía preocuparlo. A cambio de un traje y de un puñado de pesos, acepté. Al salir, la Manca puso en mi mano una daga, que no era sino un salvoconducto o un símbolo. Hoy pienso, como en ese día, que todo aquello era un disfraz y que esa apariencia de verdugos endebles sólo existía para disimular el miedo.

Mi destino fue un local cercano al puerto en donde imperaba la voluntad de un italiano ebrio cuyo nombre me es indiferente. Quizás se llamara Rossi. En realidad, la Aldao, su mujer, era la voz del lugar; enemistarse con ella era granjearse la desconfianza de Benavídez. Intuí que habían sido amantes y que ella sobrellevaba la degradación de haber perdido su afecto. Ese resentimiento se había trocado en un odio teatral: la Aldao se hacía respetar y temer como la hembra de Benavídez, pero había en sus órdenes una vacilación que evidenciaba el ardid: la Aldao era, simplemente, un pasado que Benavídez no consentía en recordar. Jamás sabré quién la sustituyó en los favores de ese hombretón de cabellos renegridos en esa pacotilla de serrallo del que yo era parte.

Una mañana de Agosto Rossi despertó muerto en su cama. Se habló de unos dineros que él y Benavídez se debían mutuamente, se habló de lo infame de la recaudación del burdel y hasta de veneno; la mitología del barrio bajo y del lupanar hacen presumir muertes épicas, pero la verdad denuncia que la traición y el puñal por la espalda y la delación erigieron las décadas en las que yo era mozo. Benavídez decidió cerrar el burdel y amontonó a las pupilas en unos altos bien amueblados de Balvanera. Desde las seis de la mañana hasta que la beodez de algún cliente se hartase, era allí donde trabajaba mi madre.

Puede que no sea cierto y que mi memoria sea yerta, pero ella y yo no nos hablábamos. Mi madre tenía su propio cuarto en el burdel. Yo volvía a casa por las noches; a veces me acompañaba alguna muchacha no demasiado fatigada. Unos cuantos meses pasaron y Benavídez me mandó llamar. Había más lujos en su despacho en la comisaría. Los saludos fueron calurosos; podía decirse que cumplía bien mi misión. Me preguntó si quería tomar mujer; ya era tiempo de ostentar una y de hacerla trabajar para mí. Yo pedí a la Manca. Benavídez negó con la cabeza. En ese negociado lacónico se fue la única mujer que quise.

-Elija usted, patrón- me oí decir.

-Te doy a la Aldao- sentenció Benavídez.-Tiene experiencia y buena clientela.- La Aldao era para mí, quizás, demasiado. Había sido hembra de Benavídez y era ahora reticente estímulo a mi fidelidad. Barrunté que para ella la designación sería un castigo más. Benavídez descargó un par de consejos inservibles, me palmeó la espalda y me despidió. Sólo nos volveríamos a ver una vez, la última, pero en ese instante, como inocentes, ambos lo ignorábamos.

Mi posesión de la Aldao no llevaba un año cuando un cliente denunció a mi madre por robo. En el prostíbulo, la palabra del proveedor era ley. La Aldao, sin echarme una mirada, mandó desnudarla hasta la cintura y azotarla frente a las demás pupilas. Yo no abrí la boca. Esa noche mi madre se ahorcó. Para justificar la muerte, que quitaba del ámbito de Benavídez un ingreso, la Aldao me mandó colocar en el cuarto de mi madre unas monedas y un reloj; esa evidencia mendaz testimoniaba el delito. Yo obedecí. Benavídez pagó el entierro, y esa noche, por primera vez, la Aldao me pidió que durmiéramos juntos. La Aldao fue en esas horas de escasa luz mujer de una ternura agria, pero mi indolencia apenas lo notó; por dentro, yo sentía la convicción de hallarme en una suerte de estado de gracia: la sangre de mi padre cobijada entre los muros surcados por el opio, el rostro de mi madre ruborizado por la vergüenza y por la asfixia, el vagar de la Manca controlado por la obediente voluntad de otro varón, la tenaz amargura de la Aldao asentando sobre mí cabellos vestidos de falso rubio, añorando entre empellón y empellón el vigor de esos tiempos en los que fue la señora del señor. Yo había agotado, en tan pocos y tan débiles años, el ingenio del porvenir.

Una década duró el poder de Benavídez sobre esa porción de Buenos Aires que a todos se erguía como cosa inmensa. La realidad rastreará, cuando a alguien importe esa parte del tiempo en la que viví, que no eran más que unas cuantas manzanas y unas cuantas casas de citas que le costeaban un boato modesto. Decir diez años es sumar hasta una cifra fuera de toda perplejidad las veces que mi padre murió en sueños y las veces que a mi madre dejé morir en una mal fabricada horca; también, las veces en las que caminé tras la desierta sombra de la Manca, sin que me viese nunca; también, ese seco amancebamiento que fue el precepto de someter a la Aldao. El fin, cuando se acercó, fue, como las tormentas, presentido por todos, menos por Benavídez y por la Aldao. El hombre bajo y aindiado que yo había visto asomarse a la puerta del sótano donde murió mi padre me trajo noticia de una conjura. La gente de Benavídez se sentía mancillada en el último orgullo que sobrevive a la reputación del rufián y del tahúr: Benavídez, que había sabido ser generoso y que con bienes ganados con los afanes de las prostitutas había mandado a la Aldao a cometer despilfarros para que la plebe feliz lo quisiera por siempre en la cumbre, escatimaba ahora la paga, premiaba la prudencia y el recogido cumplimiento de su palabra y se comportaba más como un mal policía que como un buen ladrón. Las mujeres desganaban su ira sobre la clientela y la Aldao tenía en la cama la tibieza de las serpientes. En la desolada imaginación de cada quien nacía lentamente un ayer más copioso al que todos deseaban volver, aunque sucediera arrastrándose. Alguien, alguna módica heroicidad, debía romper con esa cotidiana tristeza.

La muerte de Benavídez se fijó para el viernes santo. El miércoles, a la vista de toda la seccional, fui a advertirlo. No le revelaría día ni hora ni mencionaría nombres; sólo le haría saber que era a esas alturas un condenado, y yo con él. No lo encontré y sobre su escritorio dejé una carta, que fue leída a mis espaldas con santa indignación por todos los juramentados. Yo así lo quise. Para que no se imbricara en mí la sospecha, el hampa y el personal de la comisaría fueron conmigo el jueves algo más amables que de costumbre; compartí con algunos de ellos la cena. Las pupilas me regalaron cortesía sin beneplácito, algunas hasta habían envejecido bajo mis órdenes; sólo la Aldao, que no estaba al tanto, se me aferró con la misma indiferencia de siempre. Por una vez quise dormir en paz y le indiqué por señas que nada querría saber hasta mañana. Aliviado, sabía que ese mañana no llegaría nunca.

En la madrugada del viernes sorprendí a las pupilas susurrando, como en todas las albas, en los suelos de las piezas. Fingían dormir, y yo me apresuré a creerles. En las primeras cuadras de Junín caminaba, altiva y nerviosa, la Manca. Se esforzó en no verme, pero cuando fui hacia ella y le entregué mi puñal, que ella había puesto en mis manos hacía tantos años, se azoró. Quizás hubiera querido decir algo, pero yo rocé con un dedo sus labios y apreté el paso. Sabía que en la plaza que daba a los fondos de la comisaría era donde esperaban encontrarme.

Hacia el mediodía, desde la seccional se escucharon destrozos y una turbamulta se congregó para ver pasar a Benavídez, golpeado, injuriado, escarnecido; con una cuerda atada a su cuello lo obligaron a caminar como a un perro hasta el sitio de la ejecución. Cuando llegaron hasta mí, hubo algún maltrato, pero me reservaron mayormente el insulto y la mirada furiosa. Me hicieron arrodillar, quizás yo fuera a morir como habían matado a mi padre; mientras tanto, a Benavidez lo despenaban a golpes. Una caja en donde acopiaba botín era violentada. Antes del disparo en mi cabeza, vi a la Aldao, desnuda hasta la cintura, azotada, deshecha a puñaladas, dominando su esquina.

viernes, 10 de febrero de 2012

GABY “LA VOZ SENSUAL DEL TANGO”


Nombre completo: Gabriela Anahí Biondo Fecha de Nacimiento: 21 de octubre de 1984 Cantante y Lic. en Ciencias de la Comunicación (UBA)

PRIMEROS PASOS

Nació en Casbas, Pcia de Bs. As. pero en 1990 se traslada con sus padres y hermana a la ciudad de Bahía Blanca. A los doce años de edad y con el visto bueno de su familia, comienza a tomar clases de canto con la inquietud de incursionar en el tango.

En 1999 se inscribe en los Torneos Juveniles Bonaerenses donde realiza su primera presentación en público, el 5 de agosto de ese año, interpretando “El cho

clo”. A partir de allí se sucedieron varios concursos en su carrera: nuevamente los Torneos Bonaerenses en el año 2000; Pre- Cosquín; Pre- Jesús María; Pre- Baradero; Certamen competitivo de la Fiesta del 7 de Marzo en Patagones y “La oportunidad de tu vida” realizado por Canal 13 para el programa Sorpresa 2002 conducido por Julián Weich donde permaneció durante tres meses en pantalla (de junio a septiembre), concluyendo con la participación en el disco del mismo.

A partir de su incursión en Capital Federal supo que su destino estaba en la gran ciudad y, al terminar sus estudios secundarios decidió probar suerte allí. En marzo de 2003 ya estaba instalada en Buenos Aires dispuesta a profesionalizar su vocación.

Sus primeras actuaciones en suelo capitalino fueron en la Esquina Homero Manzi, “Una cita con el Tango” ciclo conducido por Osvaldo Martín y el Café Tortoni en el show “Sensaciones de Tango”.

El mismo año se sumó, a la productora Dandy Producciones, al staff del manager José Valle y al elenco de “Patio de Tango” que integraban Delfor Medina y María Alexandra.

PRESENTACIONES

En el año 2004 comienza a encabezar varios espectáculos rodeada de importantes artistas como el mítico humorista Calígula, Francisco Llanos, Silvia Peyrou, Rafael Blanco, Los Ciudadanos del Tango, Galván Trío, Hugo del Carril hijo, las

guitarras de Los Benitez, el Quinteto de Guillermo Meres, Oscar Ferrari, Tito Reyes, Silvia Peyrou, Rubén Matos, Heleno, Quinteto Ventarrón, Luis Filipelli y Alberto Podestá.

Con el show Look Tango junto a Calígula, Silvia Peyrou y Francisco Llanos recorrió las ciudades de Bahía Blanca y Médanos (Bs. As.), Gualeguaychú (Entre Ríos), Merlo (San Luis), Córdoba, Rosario y Rafaela (Santa Fé) el Hotel Casino Victoria Plaza de Montevideo (Uruguay), el café Fun- Fun de la misma localidad y Durazno (Uruguay).

Realizó importantes presentaciones en el Bingo "Golden Jack" (Quilmes), Casino Flamingo (Villa de Merlo, San Luis), Esquina Homero Manzi, Hotel Radisson Victoria Plaza de Montevideo, Casino Club de Mar de Mar del Plata, Pizza Banana de Parque Leloir, Fiesta de la Cerveza Artesanal (Santa Clara del Mar, Mar Chiquita), Fiesta del Potrillo (Vidal), Museo del tango y participó del homenaje a Carlos Gardel "70 años, 70 voces" en el Teatro Maipo de la ciudad de Bs As (2005) y los realizados en la ciudad de Bahía Blanca (junio de 2010 y 2011).

Fue invitada a participar del Festival Internacional de la Música de Varadero 2008 (Cuba) y del Festival Mundial de Tango del Adulto Mayor que se realiza en Arica, Chile el mismo año.

Participó del Festival de Tango de Justo Daract (2009 y 2010), del homenaje realizado al boliche Balderrama de Salta en el Congreso de la Nación (2009), del Festival y Mundial de Tango de Bs As (2011) con un espectáculo propio en el Teatro de la Ribera (La Boca) en homenaje a Carlos Di Sarli, realizó un ciclo de recitales en el Centro Cultural Caras y Caretas y presentaciones en la Academia Porteña del Lunfardo, se ha presentado en numerosas milongas porteñas y fue parte del elenco que cerró el 1º Festival Nacional de Tango de Bahía Blanca (2011).

PARTICIPACIONES TELEVISIVAS (Bs. As.)

Participó de los ciclos televisivos “Tango club” de Crónica TV, “Mar de Fondo” conducido por Alejandro Fantino (TyC Sports), “Compatriotas” de Daniel Aráoz y Coco Silly (Canal 7), “El parador” conducido por Adriana Brodsky, “Por el tango” conducido por Nolo Correa (Plus Satelital) y emisiones especiales de CM TV, “Mi nuevo yo” conducido por Denisse Dumas y Pablo Muney, "Copetín de Tango" por Canal 26 y "Casino Tango Show" por la señal de cable Sólo Tango.

Su interpretación de “El último round” fue cortina del programa “Boxeo de primera” emitido por TyC Sports todos los sábados 23.45 hs. con la conducción de Osvaldo Príncipi y Julio Ernesto Vila (2004-2005) y grabó también la cortina musical inédita del programa “Noche de Tangos” de AM 840, Gral. Belgrano de Bs As, conducido por Carla Alegro.

TRABAJOS RADIALES

Gaby condujo personalmente “Un sábado más en Bs. As.” por AM 1070 Radio El Mundo y AM 840 Gral. Belgrano junto al destacado humorista CALIGULA (2005-2006).

Desde 2010 conduce “La Fama es Puro Cuento” (Radio Stentor am 1590 de Buenos Aires, FM Cristal de Caseros y LU3 AM 1080 de Bahía Blanca) y “Música a mi manera” (LU3 AM 1080 de Bahía Blanca).

DISCOGRAFÍA

- "Tangos a mi manera" (2005).

- “Look Tango” (2005)

- “La fama es puro cuento” (2006) junto all cantante y actor FRANCISCO LLANOS y el humorista CALIGULA.

- “Sangre de tango” y “Sangre de tango en vivo” DVD grabado en Esquina Homero Manzi (2007)

- “Oro y Plata” (2008)

- “La copa rota” (2011)

Gaby busca innovar el tango en cada una de sus presentaciones con vestuario poco convencional, tangos rescatados del olvido e interpretaciones “tangueras” de canciones provenientes de otros géneros.

Se ha consolidado como la cantante de tangos del momento, por su belleza, sensualidad, y espectacular voz. Teniendo propuestas de Italia, Japón, distintos puntos del interior del país e importantes escenarios porteños Gaby se postula como una cantante inolvidable de nuestra música ciudadana.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Juan Carlos Gené: El teatro despide a un maestro


El destino del teatro es morir cuando mueren quienes lo hacen. Morir para no volver a repetirse. Porque ningún gesto auténticamente vivo es auténticamente repetible”. Siguiendo ese axioma de Juan Carlos Gené, ayer, de algún modo, una parte del teatro se extinguió. A los 82 años, el actor, director, dramaturgo y maestro se “fue” tras un cáncer y después de haber atravesado tantas otras “muertes” diarias: “Lo que el espectador presencia es un hecho desbordante de vida, pero la muerte se recibe todos los días cuando la función termina”, juzgaba con ese fanatismo religioso por las tablas que él llamaba “mi liturgia”.

Citaba a la muerte con frecuencia, la estudiaba, la aceptaba, pero advertía que no tenía “ningún apuro por hacer las maletas”. En sus últimas entrevistas comparaba ese estadio de su vida con “una bella temporada de verano en un lugar. De pronto llega el otoño, se están yendo los veraneantes, cambia el clima, ese tono de las miradas de Chejov. Uno mira todo y sabe que se tiene que ir”. Quizás la paz en el irse estaba dada por esa producción exuberante que había logrado en más de 60 años de carrera.

Su último trabajo -la dirección de Hamlet en el Presidente Alvear, con Mike Amigorena y Esmeralda Mitre- había colgado el cartel de localidades agotadas. “Yo nunca apuesto al éxito. Si viene un solo espectador igual me parece éxito. Pero la buena respuesta me vino como lluvia para mi tierra seca”, contaba un domingo, en la soledad de su departamento de San Telmo.

En su historia oficial el debut escénico quedó fechado en 1951, bajo la dirección de su maestro Roberto Durán, en Unos heredan y otros no (de Pablo Palant). Aunque Gené patentaba “el inicio” a sus cinco años, dirigido por “el mucamo Alon-so, un comunista”. El escenario estaba improvisado en su casa, y le tocó recitar un poema gauchesco. “Era la casa de mi abuelo, pedagogo y subsecretario de instrucción pública del gobierno de Yrigoyen”, explicaba, con cierto reparo en los procesos de la memoria: “Soy muy desconfiado y recomiendo a todo el mundo que lo sea. Uno inventa aún cuando cree que está diciendo la verdad. En los encuentros con mis hermanos hablábamos de nuestra infancia y comprobábamos que no habíamos visto lo mismo”.

Su huella alcanzó distintos caminos. Desde su pluma teatral legó El herrero y el diablo , en 1955, Se acabó la diversión , Golpes a mi puerta , El inglés, Memorial del cordero asesinado y Todo verde y un árbol lila , entre otros. En televisión, debutó como guionista televisivo de Cosa juzgada , en 1969, un ciclo clave en la historia de la pantalla argentina (VerEl autor de..

.). En cine, le dio impronta al libro de La Raulito , junto a Martha Mercader. Como actor, se lo vio en unas diez películas ( La fiaca , Tute cabrero , Quebracho ) y en ciclos televisivos como Cosa juzgada y Alta comedia .

En 1976, tras la dictadura militar, se exilió en Colombia y luego en Venezuela, donde residió 17 años. Allí escribió telenovelas y gran parte de su producción dramatúrgica. Fue, además, fundador del Grupo Actoral 80. Su último trabajo como actor fue en 2010, en Bodas de sangre , de Federico García Lorca (de quien era admirador), pieza a la que también dirigió.

Actual presidente del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT), había mostrado una fuerte actividad gremial el frente de la Asociación Argentina de Actores. También fue Director General de Canal 7 y del Teatro General San Martín en los años ‘90.

En los últimos meses, cuenta Pepe Soriano, continuaba generando proyectos: “Habíamos hablado hace 15 días, ya estaba mal. Me acercó el último material, un oratorio sobre Juan Bairoletto que empezamos a trabajar hace un par de años”, le contó el actor, ayer, a Clarín(Ver Testimonios ).

Nacido un 6 de noviembre en Buenos Aires, estudió hasta tercer año de abogacía a “modo de error”: “Aunque conocí juristas, abogados y jueces, no vi gente con vocación por el Derecho. No quiere decir que no existan, pero deben ser ejemplares rarísimos. El Derecho está formado por una masa de bachilleres desorientados. Afortunadamente, yo me encontré con la actuación”, explicaba.

“Estoy tan hecho para el teatro que uno de mis defectos es pensar, con persistencia, que la realidad sucede en el escenario y todo lo demás es ficción”, jugaba en las entrevistas. Y no era una postura de exhibición, sino una fiebre que nunca se había apagado desde sus 20 años. “El teatro es un hecho misterioso vinculado a instintos tan profundos que no hay otra manera de llamarlo que religioso. No porque represente una religión particular, sino porque está vinculado con el misterio de la vida y la muerte”, teorizaba con las entrañas.

“La gente se sienta a presenciar teatro, no a mirar, porque se percibe con todos los sentidos. El espectador va más fácil a otro tipo de espectáculo, porque le crea menos tensión. El teatro es la exigencia de la vida constante durante dos horas, una ficción que está viva en el cuerpo de un actor, en presencia de otros cuerpos, por eso está unida a algo misterioso”, disparaba como en un monólogo a la hora de analizar ese arte. “Yo no sé si elegí el teatro o el teatro me eligió a mí”.

Nostálgico, solía hablar del presente (y el futuro) en términos de “problemón”: El mundo de hoy es poco estimulante para la juventud. No sólo en el teatro, sino en todo. Después de mi regreso (del exilio) veía un pasacalles en la Avenida Belgrano que decía ‘ Tus padres, hermanos, novia te abrazan y besan por tu título de arquitecto. Ahora comprate un taxi’ . Antes, el médico era médico, el ingeniero, ingeniero. Ser joven es más difícil”, despotricaba.

Con su exilio, no se victimizaba. “No fue fácil para mí, pero tampoco tremendamente difícil”, contaba. “La clave de la adaptación radicó en que la adaptación la debe hacer uno. Lo digo porque generalmente se nota en el exiliado una voluntad irracional de querer adaptarse mágicamente a la realidad en que vive. Yo realicé un proceso sano en el que no busqué disfrazarme de lo que no soy. Hecha ya la experiencia contra mi voluntad, por nada del mundo quisiera no haber vivido la experiencia del exilio. Es profundamente aleccionadora y un desafío de vida o muerte. O se muere en la nostalgia de lo perdido o se elige vivir frente a los nuevos hechos”.

Un capítulo de su vida fue su historia de amor con la actriz Verónica Oddó, a quien conoció en sus años de exilio y con quien trabajó codo a codo en escena

Admirado por sus alumnos, el año pasado recibió como homenaje el documental Gené, en escena , impulsado por Eloísa Tarruella. El filme documenta sus clases magistrales y puede verse en la página www.geneenescena.com.ar. Humilde, no se creía “un gran mentor”, sino un hombre “con prensa”: “La actitud sensata, tolerante, solidaria, no tiene prensa nunca. La enorme mayoría de la humanidad cumple con sus deberes diarios, todos atienden a sus hijos, los llevan a la escuela y paran en los semáforos cuando se enciende la luz, pero nadie habla de ellos, aunque gracias a ellos el mundo se mantiene en pie”, ironizaba.

Acerca de su público, Gené también tenía su teoría: “Yo no elijo a los espectadores, al contrario, ellos me eligen a mí. La elección previa de un público te lleva a chascos espantosos, a equivocaciones muy grandes y una operación imposible. Yo digo lo que tengo necesidad de decir. En toda mi vida profesional, nunca hice cosas que no sintiera. A veces eso coincide con lo que siente la gente”, resumía con sabiduría.

Con los años, mostraba una sensación de orgullo, conformidad y una “mochila” cada vez más liviana. “Soy una persona con suerte que ha tenido el cuidado de no pedirle demasiado a la vida. Hablan de mi coherencia artística, pero nunca estuve acosado por el hambre. Y mi austeridad tiene que ver con el deseo de no desgastarme en lo superfluo, en lo que no tiene ninguna importancia”.

Sus restos eran velados ayer en avenida Córdoba 5080. Hoy será trasladado, a las 14, al Cementerio de la Chacarita.

Sus entrevistas, leídas a la distancia, devienen hoy en pequeñas perlas que, recopiladas, podrían convertirse en pedagógicos libros sobre el arte escénico y sobre la vida. Entre las incontables páginas de archivo que se desempolvaron ayer, algunas frases propias describían a la perfección ese ánimo de perfeccionismo constante. “Puede ser que los seres humanos tengamos siempre, de alguna manera, un impulso, acaso absurdo, por dejar el mundo un poco mejor de lo que se lo encontró”, admitía. Al mundo del teatro, al menos, Gené lo dejó mejorado y enriquecido. Vendrán herederos, pero, como él sostenía, “lo que se muere, ya no se repite”.

Gené y Oddo: una historia de amor y teatro

Militante en todos los órdenes de la vida y de su profesión, en tiempos de la última dictadura Gené debió exiliarse, y fue a Venezuela. Allí fundó el Grupo Actoral 80, resultado de una serie de talleres de dramaturgia que convocaban a un variopinto muestrario de latinoamericanos en idéntico exilio. Una de las participantes era Verónica Oddó, chilena, hermana de Willy Oddó, el asesinado integrante del grupo Quilapayún. Ella venía de la danza y la pantomima, pero su intuición para la actuación asombró y cautivó al maestro. A ella, la obnubiló de aquel hombre “su pasión por el teatro”. Desde entonces no se separaron. Hicieron juntos innumerables títulos y, juntos también, se dedicaron a la docencia. En el ‘93 la pareja volvió a la Argentina, ya para residir, aunque una de las frases predilectas de ambos sostenía que “nuestra patria común es el escenario”.