Ayer, lunes 25 de marzo, faltándole
tres días para cumplir 81 años, falleció quien fuera para mí como un abuelo
postizo: Ever Decibe, más conocido como Calígula. Actor, humorista,
monologuista y gran cantante vocacional al que jamás le escuché desafinar una
nota.
Justamente el pasado sábado
escuché en una sobremesa qué se lo tenía por un tipo de la noche que “se las
sabía todas”… él siempre decía: El día
que me muera Crónica va a poner a pantalla completa “murió Calígula, ícono de la noche porteña” ¡y yo nunca fui de la noche! Yo no tomo alcohol (tomo sopa
con dedalitos), nunca me drogué, no tuve suerte con las minas… ¿qué noche tengo
yo? Alguna vez he caminado a la madrugada por Libertador pero porque me había jugado
toda la guita en el hipódromo y no me quedaba ni para el taxi.
Palabras más, palabras menos esa
era la esencia de Cali y la que él contaba sin falsedades. Yo también, cuando
lo escuché por primera vez en el escenario creí que se las sabía todas.
Después, conociéndolo cotidianamente, compartiendo días enteros, comidas,
escenarios, horas de radio, charlas, enfermedades, giras… fui encontrando al
niño que todavía tenía en su interior. A pesar de su rostro avejentado por el
paso del tiempo y los miles de cigarrillos, seguía siendo tan inocente como
cuando salió de Bragado, enamorado de su imposible prima Nené.
Tenía cosas de chico que hacían
reír tanto como sus monólogos: “quiero fumar menos, entonces ahora en lugar de
comprarme de 20, me compro atados de 10. Pero me compro dos al día igual”; “¿de
verdad que si al huevo lo dejás con el tiempo nace el pollito?; ¿José, con qué
pescado se hacen las rabas?”. ¡De esas hay tantas! Cali era un tipo triste que
con sus penurias hacía reír a los demás. Contaba sus tristezas de tal forma que
todos a su alrededor terminábamos divirtiéndonos con sus penas que, a pesar del
tono con que las evocaba, aún le dolían.
Tuvo la fortuna de encontrar para
sus últimos 15 años a una mujer a su medida que lo supo cuidar, rodearlo de una
familia, quererlo y comprender sus esporádicas depresiones, sus momentos de
euforia y sus enojos. Cali quiso a Pola como se quiere a una verdadera
compañera y estaba agradecido por tenerla a su lado. Sabía que la edad le
jugaba en contra pero también que no era demasiado tarde para intentarlo. Él ya
era padre y abuelo. No podría asegurar que fue excelente en esos roles. Había
reproches y heridas abiertas que perduraron hasta el final. Pero Calígula amaba
a su hija y lamentaba no haber visto de cerca el crecimiento de sus nietos.
La vida le dio mucho de golpe:
fama, dinero, éxito con las mujeres y el público. Él fue generoso -como buen
jugador- y aprovechó las épocas de bonanza para darle a su madre lo que siempre
hubiera querido, regalaba plata desde su balcón del 1º piso de la calle Cavia, compró
algunas propiedades y automóviles que el juego ponía en riesgo asiduamente
hasta que sólo le dejó su departamento de dos ambientes en Palermo Chico. Lo
que nunca perdió fue el cariño de sus colegas del ambiente artístico, de sus
amigos; la devoción por Frank Sinatra, Tonny Bennet, los musicales y las
películas americanas de mediados del siglo XX como las de Humphrey Bogart, Cary
Grant o Deborah Kerr.
No le gustaba el cine argentino,
inclusive lo criticaba por haberlo tenido a él como una estrella: “Yo no soy
actor, yo hago la rascada mía”, “Me
acuerdo que un día le dije a Mirtha Legrand (porque comí varias veces con Mirtha)
que estaba haciendo una película de terror, me preguntó si estaba incursionando
en un nuevo género, y le dije que no, que era de terror porque era malísima”. A
Cali le costaba creer en la ficción cuando conocía a los actores por eso no le
gustaban las producciones nacionales, porque conocía a todos y no les creía las
interpretaciones. Solía contar que en las grabaciones de “Buscavidas” tenían
que hacer muchísimas tomas porque él se reía en las escenas. Interpretaba al
propietario de un local al que venían a pedirle dinero fiado y él decía “¡Cómo
no me voy a reír si el que manga siempre soy yo!”. Entonces, se llevaba un
alfiler en el bolsillo con el que se pinchaba la pierna para no reírse.
No lamentaba lo vivido pero
reconocía que a pesar de la inversión, no había llegado a conocer lo que era vivir bien. Sabía que su enfermedad por
el juego iba a morir con él, sin embargo los últimos años no le dejaron
demasiado margen para los vicios. Un enfisema pulmonar le había quitado el
cigarrillo hacía unos años y la falta de trabajo las visitas al hipódromo, que
en alguna época eran más que diarias.
Podría escribir páginas enteras
de las anécdotas y andanzas de Cali (y José Valle, mi esposo, más aún) porque
hemos vivido tantas cosas juntos y escuchado tantas veces sus historias que se
fueron grabando en nuestra memoria, calándolo cada vez más profundo en el
corazón, donde ni los años ni la parca podrán matarlo jamás.
Gaby
Calígula compartió junto a Gaby y José Valle espectáculos musicales, programas radiales, el disco "La fama es puro cuento" y una sincera amistad. |
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